n amigo me invita a la ópera y se duerme, representan La flauta mágica, de Mozart. Sus ronquidos me distraen, es un melómano, cuando trabaja en su oficina siempre oye Aída o La Traviata: cualquier conversación se entabla a gritos. Regreso derrengada a mi casa; la amiga que me visita es implacable, repara todos los desperfectos: cambia las clavijas de las lámparas, cuelga los cuadros colocados durante meses en el suelo, repara la lavadora, ordena los armarios; yo me muero de sueño y no puedo agradecerle nada. Ya muy noche tomamos el Metro en Covent Garden, nos bajamos en Earl’s Court –los pasillos llenos de punks y drogadictos–, caminamos hacia una zona más elegante, cerca de South Kensington. No hay ni un alma en las calles, sólo los coches elegantes de los árabes de Tregunter Road: los Daimlers, los Rolls Royce, los Jaguares pintados de negro, verde seco guinda o gris antracita.
Ya a punto de dormirme, oigo levemente cómo tocan a la puerta; he comenzado a entrar en un estado de sopor intenso, como si descendiese con Orfeo a los infiernos. Me llaman, me sacuden, hay que salir, me parece entender que se produjo un corto circuito en la central de la calle cerca de mi departamento, situado en el sótano, recuerda esa locación de las casas aristocráticas inglesas donde vivían los sirvientes, transformada por el auge inmobiliario en departamentos a la moda. Mi amiga logra despertarme, abro los ojos despavorida, me explica que hay un conato de incendio en la central eléctrica y mi casa está justamente en esa esquina.
¿Que me pongo?, pregunto. Recuerdo a los personajes de los cuentos de Flannery O’Connor, solteronas del sur profundo estadunidense que, cuando salían a pasear en coche con sus familiares, se arreglaban con esmero, en caso de que tuviesen un mal encuentro en la carretera; su cuerpo polveado, perfumado, un sombrerito color azul pastel, blusa haciendo juego, zapatos beige, de tacón cuadrado como el de las muñecas, un pañuelito con lavanda en el bolsillo superior derecho, ropa interior de seda. Y, como se ha previsto y por su culpa, la familia entera es liquidada por los bandidos con quienes se encuentran en un recodo del camino.
¿Debemos salir de inmediato?, pregunto. No, me dice el policía, you can still have a nice cup of tea
. Me pongo rápidamente mi vestido camisero de crêpe de lana negra encima del camisón y sin medias me calzo los elegantes zapatos que usé para ir a la ópera. Afuera, unos vecinos se refugian en sus coches, hay sitio suficiente para albergarnos, pero se encierran a piedra y lodo: somos transparentes. Quedamos desamparadas en la calle, es invierno, las cuatro de la madrugada. Otros vecinos permanecen en sus casas; pasan dos horas, nada sucede, los policías recorren de arriba abajo las calles; los vecinos, instalados cómodamente en el interior de su coche con la calefacción encendida. Tengo frío, intento entrar al edificio, buscar un par de medias; los policías me lo impiden, con lógica británica dicen secamente: los que ya salieron se quedan afuera, los que no, pueden permanecer tranquilos en sus casas
. Nadie nos mira, nadie nos habla. Pasa una mujer desmelenada con sombrero, un suéter y un perro blancos, inicia una larga conversación deshilvanada a tono con su pelo, nos miramos con alarma y sorna. Llega una ambulancia vacía y se estaciona cerca de la esquina, les rogamos que nos permitan refugiarnos dentro. Hay unas camillas a los costados, nos tendemos, a mí me sobran los pies (¡helados!); los enfermeros nos amonestan: está prohibido, dicen, sólo los enfermos pueden acostarse, por eso, sí, por eso, porque están enfermos. Transcurren varias horas, dan las siete de la mañana, la alarma ha sido en vano, regreso a mi casa, apenas tengo tiempo para bañarme, desayunar y regresar a mi trabajo. Tomo el autobús número 14. Subo al segundo piso, me siento en la primera fila, ante mis ojos desfilan, vacías, las calles de la ciudad, sus parques, su cielo gris, helado y húmedo.