Opinión
Ver día anteriorViernes 28 de agosto de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Barbosa: ¿se instaura el crimen político?
E

l pasado 21 de agosto, tras el asesinato de Armando Chavarría Barrera, titular de la Comisión de Gobierno del Congreso de Guerrero y quien despuntaba como el aspirante mejor posicionado para suceder al actual gobernador de esa entidad, Zeferino Torreblanca, se señaló en este espacio que el crimen resultaba amenazador para el futuro del país y que, de no ser esclarecido, podría marcar un punto de no retorno, en la medida en que puede ser un nuevo hito en la violencia política, la cual, en lo que va de la presente administración, ha cobrado la vida de decenas de activistas y dirigentes, especialmente en Guerrero y Oaxaca. Una semana exacta después del atentado contra el político guerrerense, el líder barzonista Maximiano Barbosa Llamas y su hijo Maximiano Barbosa Robles fueron víctimas de una agresión a balazos en el municipio de Casimiro Castillo, Jalisco, en la que ambos resultaron heridos de gravedad.

Aunque por el momento las autoridades no parecen tener indicios precisos de los autores de ese ataque criminal ni de sus motivaciones, el hecho simple y brutal es que en una semana se haya atentado contra la vida de dos militantes de la izquierda social y partidaria con trayectorias destacadas, tanto en el ámbito nacional como en sus respectivas regiones. Sin sugerir ni descartar la existencia de una conexión entre ambos atentados, es claro que alguna de las violencias de distinto signo que recorren al país está cebándose contra personalidades políticas pertenecientes, en su mayor parte, a causas progresistas. A principios de abril pasado, la activista social Beatriz López Leyva, integrante del movimiento lopezobradorista, fue ultimada en su casa de Oaxaca. El 5 de julio, con el trasfondo de las elecciones legislativas realizadas ese día en el país, el perredista Faustino Vázquez Jiménez fue asesinado en el municipio de Chilapa de Álvarez, Guerrero, entidad en la que suman dos decenas los integrantes del PRD que han sido privados de la vida en lo que va del año.

Los anteriores son sólo algunos ejemplos de un patrón de asesinatos –o de tentativas de homicidio– que parece desarrollarse en forma independiente del contexto de la pavorosa violencia en la que se ha sumido el país como consecuencia de la aplicación, por parte del gobierno federal, de estrategias erráticas y fallidas para combatir a la delincuencia organizada. Pero es estremecedora la perspectiva de que, ante la espectacularidad de la llamada guerra contra el narcotráfico y sus resultados macabros, esta otra vertiente de criminalidad –a la que puede denominarse política, porque se dirige contra personajes comprometidos en ese ámbito– sea colocada en un segundo plano por las autoridades o por la opinión pública. Otro motivo de alarma es que, ante la manifiesta incapacidad de los organismos ministeriales, policiales, militares y judiciales del país para contrarrestar la creciente impunidad de la delincuencia en sus diversos giros, no puede esperarse gran cosa en lo que se refiere al esclarecimiento de atentados como los que sufrieron Chavarría, los Barbosa o López Leyva. Más aún, si los grupos paramilitares del narcotráfico proliferan a pesar de los operativos y despliegues de fuerzas oficiales –y las capturas y los decomisos de armamento, tan publicitados por el gobierno, no hacen más que confirmar esa proliferación–, cabe preguntarse por la capacidad real de las autoridades para poner un alto a las ejecuciones de activistas sociales, dirigentes políticos y representantes populares.

Sin embargo, el esclarecimiento y el castigo de los actos criminales referidos resulta indispensable si es que se desea preservar los instrumentos y procesos institucionales, democráticos y pacíficos para disputar el poder público y evitar que la vida republicana del país acabe por volverse una mera simulación. En otros términos, si se desea mantener abiertas las vías de la política, es indispensable localizar, capturar y someter a juicio a quienes asesinan o intentan asesinar a políticos. Renunciar a esa obligación de Estado llevaría a una tragedia mucho mayor que las que hoy enfrenta el país, y que por sí mismas plantean riesgos inocultables a la estabilidad, la gobernabilidad y la paz.