n fecha reciente se publicó en castellano el también reciente libro del poeta y ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger. Lleva por título En el laberinto de la inteligencia, y por subtítulo, Guía para idiotas, el cual resulta ser un ensayo agudo, valiente y justificadamente crítico sobre los tests de inteligencia. En este breve y conciso trabajo, el autor transita por el espinoso laberinto de la inteligencia
y nos habla de los vanos intentos que se han hecho para medirla, destacando, sin ambages, la idiotez de las llamadas pruebas de inteligencia.
Con sorna, desglosa muchos de los términos que se usan para calificar la inteligencia y, con ironía, nos descubre que son muchos más los que se refieren a la estupidez. A lo largo del texto resume los diversos intentos que se han propuesto para medirla, desde Alfred Binet hasta Hans Jürgen Eysenck.
En su denuncia contra los excesos de la sicometría y la eugenesia nos revela con preguntas varios hechos verdaderamente inauditos y escandalosos: ¿sabía usted que en la Primera Guerra Mundial el ejército estadunidense utilizó los tests de inteligencia para destinar a sus reclutas? ¿Qué Henry Herbert Goddard creyó demostrar con ellos la inferioridad intelectual de los inmigrantes rusos, judíos e italianos que llegaban a Estados Unidos? ¿Qué se puede encontrar en Internet un test de inteligencia para su gato?
Binet corrió en repetidas ocasiones su test de inteligencia y siempre fue reacio a las interpretaciones categóricas que podían derivarse de la puntuación obtenida. La prueba de inteligencia de Eysenck, profesor de la Universidad de Londres, aún se aplica en nuestros días a millones de personas en todo el mundo con resultados que dejan mucho que desear.
Según Enzensberger, siempre hubo profesionales críticos que no se conformaban con los resultados y se lamentaban de las lagunas metódicas de uno y otro test. En 1981 apareció en escena el brillante biólogo y evolucionista de Harvard Stephen Jay Gould, que en su libro La falsa medida del hombre objetaba, con sólidos fundamentos, las falacias de las pruebas de inteligencia. Este autor concluye que para fenómenos tan complejos como la inteligencia, que por su naturaleza son multidimensionales, las clasificaciones que arrojan un determinado cociente intelectual (CI) están condenadas al fracaso.
Dicho de otra forma: los CI no son más que artefactos estadísticos. Gould no se conformó con hacer objeciones teóricas a los tests de inteligencia sino que se ocupó también de la problemática política y social de los métodos que pretenden medirla. Las críticas de Gould, por supuesto, no han evitado los dislates clínicos que generan los CI.
A finales del siglo XIX, el inglés Francis Galton, que había investigado los árboles genealógicos de sus más eminentes compatriotas, sostuvo que la inteligencia de sus coterráneos más ilustres no era adquirida sino heredada, y que podía transmitirse en forma genética.
Al publicar su libro Hereditary genius (1869), Galton pasó a la historia como el fundador de la eugenesia. Unos años después, este siniestro personaje tuvo la osadía de proponer la reglamentación de los matrimonios y los embarazos, de tal manera que sólo pudieran tener descendencia los portadores de un matrimonio genético intachable y libre de cualquier tara.
A principios del siglo XX, el estadunidense Henry H. Goddard, clasificó a los delincuentes, las prostitutas y los alcohólicos como morones (término acuñado por él mismo), y propuso segregarlos en instituciones. Al clasificar a los inmigrantes rusos, judíos e italianos como morones, influyó en las políticas de inmigración de Estados Unidos en los años 20 del siglo pasado.
Por su parte, Eysenck pretendió demostrar que el CI de los negros estadunidenses era más bajo que el de la población blanca y proclamó que su inferioridad intelectual era innata.
Después de concluir la lectura del libro de Enzensberger uno queda agradecido con el autor por delatar tanta porquería humana disfrazada de cientificismo. Sin embargo, sabemos que la omnipotencia, el narcisismo, las fantasías megalomaniacas, la violencia y la crueldad no desaparecen de nuestro mundo. Siguen campeando a sus anchas el racismo, el genocidio y la discrimación, y seguimos padeciendo los abusos de la tecnología y el poder.
La ciencia avanza, pero sus descubrimientos no siempre son usados para fines benéficos. Algunos científicos siguen pensado como Galton, Eysenck o Goddard, con el agravante de que ahora cuentan con más recursos tecnológicos para llevar a cabo sus delirios megalomaniacos, sin importar el dolor que pueden causar a otros seres humanos.