El sombrero y la silla
n tráiler estacionado frente a la tienda de autoservicio, el camión de la basura, una cuadrilla de podadores y una pila de ramas recién cortadas bloqueaban el paso hacia la avenida. Como si esos obstáculos no fueran suficientes para explicar el embotellamiento, algunos conductores nos preguntábamos de una ventanilla a otra: ¿Qué pasa? ¿Por qué no avanzamos?
Muchos expresaban su disgusto a punta de acelerones, claxonazos e insultos.
Un hombre bajó de su camioneta: ¡Échense en reversa!
En cuanto vio la enorme fila de automóviles que se había formado detrás comprendió que la sugerencia era impracticable. Derrotado, sacó el celular y en voz muy alta le explicó a su interlocutor que llegaría tarde. Para justificarse agregó: ¿a quién se le ocurre podar árboles, distribuir mercancías y recoger la basura al mismo tiempo, y para colmo a la una de la tarde?
La respuesta le provocó una carcajada. Enseguida abordó su camioneta.
Por la calle estrecha aparecieron grupos de estudiantes que salían de la escuela de computación, amas de casa con las bolsas del mandado y niños de uniforme que, oprimidos por las mochilas a la espalda, iban de la mano de sus madres. Ellas también protestaron por el congestionamiento: Señor: hágase un poquito para adelante, déjenos pasar
No sé qué se gana esta gente con seguir tocando el claxon.
Maldije haber tomado esa calle.
II
Al paso de los minutos el estruendo de los motores se volvió ensordecedor. En las ventanas de los edificios aparecieron los curiosos. Miraban horrorizados el caos en que se había convertido una calle que a duras penas conserva huellas de su aspecto original: una fonda, una lechería con mesa de granito y la vecindad.
Siempre que paso frente a ella me pregunto cómo ha logrado sobrevivir un edificio tan pequeño –dos hileras de viviendas con un corredor estrecho de por medio– en una zona devorada por los condominios, las refaccionarias y toda clase de comercios.
De pronto en la puerta de la vecindad brilló un reflejo metálico muy intenso. Procedía de la silla de ruedas cromada que empujaba un anciano. Avanzó una distancia muy corta y se detuvo frente a mi automóvil. Más que vestido iba envuelto en ropas desiguales, puestas unas encima de otras. Lamenté que su sombrero de fieltro sucio y descolorido me impidiera ver su cara.
Como si me hubiese oído, el viejo echó hacia atrás su sombrero, se inclinó a mirar lo que en el asiento parecía una mujer ataviada como él, dijo algo e intentó cruzar la calle. Al ver que los coches se lo impedían sonrió. Su expresión me hizo recordar a Serafín, el conserje de la escuela que ocupaba con su mujer, Emérita, los cuartos que alguna vez habían servido de bodega.
Sin hijos, Serafín y Emérita se tenían uno al otro. Juntos hacían la limpieza, juntos montaban guardia en la reja al término de las clases, juntos nos recibían los lunes como si en vez de habernos ido sólo el fin de semana hubiéramos regresado de una ausencia muy larga. Juntos escucharon nuestras promesas de que volveríamos a visitarlos cuando salimos de la primaria.
En el momento en que el anciano se detuvo para ver por dónde atravesar la calle recordé que jamás había ido a visitarlos. Tal vez fuera el momento de subsanar mi falta. Sin demasiadas esperanzas me asomé por la ventanilla y grité: ¡Serafín!
El me miró desconcertado. Pronuncié el nombre de mi escuela y la sonrisa del anciano reapareció. Señalé hacia la vecindad: ¿Vive allí?
Asintió. Cuando le pregunté por su esposa, se inclinó sobre el bulto que ocupaba la silla de ruedas.
Pensé que Emérita padecía alguna enfermedad grave que la inmovilizaba; no tuve tiempo de comprobarlo porque el tránsito empezaba a fluir. Un claxon me obligó a circular y sólo me quedó tiempo para prometerle a Serafín que iría a visitarlos. Él me miró con la misma expresión incrédula de aquella mañana en que terminé la primaria. Ya no me cupo ninguna duda de que había encontrado al conserje.
III
Tardé unas semanas, pero logré cumplir mi promesa. Unos niños a las puertas de la vecindad me indicaron que Serafín ocupaba la última vivienda. Él me abrió la puerta. En sus ojos noté la desconfianza. Le recordé nuestro encuentro en la calle, repetí el nombre de la escuela y el mío. Sonrió y me invitó a pasar.
La vivienda era sólo un cuarto oloroso a trapos viejos y a humedad. Un foco raquítico me permitió ver una colchoneta tendida en el suelo, una mesa y dos bancos. Las cajas de cartón y los costales llenos de latas eran las evidencias de que el antiguo conserje sobrevivía como pepenador. Junto a la puerta estaba la silla de ruedas. Me sorprendí de que la ocupara el mismo bulto que había visto durante el congestionamiento.
Serafín me acercó un banco y tomó asiento frente a mí. Durante segundos que me parecieron eternos estuvimos mirándonos sin hablar hasta que al fin me decidí a preguntarle por su esposa. Murió
. Pedí detalles: ¿Cuándo? ¿De qué?
Juntó los labios como si fuera a silbar o a expeler humo. Le dije que lo sentía. Su sonrisa me hizo ver lo extemporáneo de mi pésame.
No podía despedirme ni tampoco seguir allí, inmóvil y callada frente a una persona también quieta y silenciosa. Pensé en levantarme y salir del cuarto, pero me contuve. Si después de tantos años al fin había cumplido mi promesa era absurdo que prolongara mi visita apenas por cuatro o cinco minutos.
Por lo que escuché luego comprendí que Serafín había empleado ese tiempo para ubicarme, pero al fin acabó preguntándome cuándo había salido de la primaria. Se lo dije y levantó los hombros desconsolado. Entonces no supiste que Emérita se enfermó. El mal comenzó por donde siempre llega cuando somos viejos: las piernas. Le dolían, se le hinchaban. Ponerle sus vendas por la mañana y quitárselas por las noche era algo muy doloroso, porque sabía que le causaba sufrimiento
.
Pregunté acerca de médicos y hospitales. Me di cuenta de que Serafín no me había escuchado cuando me dijo: Descuidé el trabajo y nos corrieron. Después de casi 28 años de vivir en la escuela, sin saber más que cuidar lo ajeno, sin darnos un centavo nos mandaron al diablo. Buscamos un asilo en donde pudieran recibirnos. Encontramos varios, pero exigían que nos separáramos. ¡Eso no! Hay cosas que a ciertas alturas de la vida no pueden ser y por eso preferimos vivir en la calle
.
No supe qué decir. Serafín alargó la mano como para tranquilizarme: “No te asustes. Allí no todo es malo. Aunque te parezca increíble todavía queda gente buena, al menos una: el señor que me regaló la silla de ruedas. Gracias a eso Emérita andaba conmigo por todas partes adonde iba a recoger cositas que se venden. Para todo hallé clientes –papel, cartón, lazos–, menos para este sombrero. Y aunque lo hubiera encontrado no se lo habría vendido. A Emérita le gustaba que lo trajera puesto porque, según ella, me hacía ver importante. Figúrate: yo, importante… Hacía mucho que no recordaba las ocurrencias de mi señora y ahora resulta que no sé por qué te las estoy contando. ¿Cómo me dijiste que te llamas?”
Sin importarle mi respuesta se tocó el ala del sombrero: “Verás que no me lo quito nunca, ni siquiera cuando me duermo. Estoy tan acostumbrado a él como a la silla de ruedas. Adonde voy me la llevo. Para no verla vacía hice un bulto con la ropa de mi mujer. Lo miro y me hago las ilusiones de que Emérita me acompaña, de que va sentada y me platica. Siento lo mismo al estar aquí, pero a ver hasta cuándo puedo quedarme: el dueño ya me dijo que desocupe el cuarto porque necesita rentarlo.
No me atreví a sugerirle un asilo. No podía imaginarlo encerrado, sin su sombrero de fieltro descolorido y sucio, lejos de aquella silla de ruedas donde llevaba mucho más que un atado de ropa: una historia de amor. No la habría conocido si no se hubieran combinado un tráiler, un camión de basura, una cuadrilla de podadores y un montón de ramas a mitad de la calle.