pesar de las malas noticias que todos los días nos abruman, aún es un placer vivir en esta ciudad, cada vez más asediada y con todo hermosa, renovada: basta recorrer el Centro Histórico para vislumbrar a la antigua Ciudad de los Palacios; menciono la esquina de Justo Sierra y Argentina, la antigua librería Porrúa restaurada: conserva al unísono lo antiguo y lo moderno, la tradición de vender detrás del mostrador con las enormes colas de padres comprando libros de texto; un segundo piso donde los clientes pueden escoger las obras, y un tercero con su restorán, desde cuya terraza se contemplan el Templo Mayor, la Casa de las Ajaracas, el edificio neoclásico de Tolsá, un costado de El Colegio Nacional.
Entro a San Ildefonso, por cuyos patios paseaba cuando adolescente: la Preparatoria 1, la única que entonces existía, ahora museo, con exposiciones admirables como Cicatrices de la fe, recién clausurada, el muestrario de obras sepultadas en misiones coloniales, a menudo en pésimo estado, resucitadas por el arte –que no sólo técnica– de la restauración (mal apreciada en nuestros lares).
Allí se inauguró otra, radicalmente distinta, del escultor británico Antony Gormley, quien, como dice Cuauhtémoc Medina, “…en 1990 trabajó en Puebla con una familia de ceramistas tradicionales, para producir American Field (1991): cerca de 35 mil rudimentarias figuras de terracota que intimidaban al espectador como una multitud emergiendo desde el suelo primigenio de la escultura”.
En la antigua universidad jesuita vemos sus obras, algunas construidas con materiales que conforman figuras intrincadas, espesas y prodigiosamente aéreas: me recuerdan a las de Cildo Meireles, expuesto en el Museo Universitario Arte Contemporáneo de la UNAM, en el otro extremo de la ciudad. Ambos artistas, únicos y originales, se encuentran al concebir de forma nueva el cuerpo humano en su interrelación con el espacio, primordial en sus composiciones y dato constante del arte actual.
Gormley usa las calles, los edificios, el mar: territorios paradójicos que contrastan entre sí: los urbanos y, por tanto, congestionados, o los naturales, casi vacíos, donde se despliegan las figuras humanas recomponiendo la realidad. Si, Gormley reinstala el espacio, lo despoja para otorgarle nuevos sentidos, esas figuras construidas como juguetes a base de piezas –¿legos?–, bultos de madera u otros materiales, como el hierro o el plástico, que se recontextualizan: estatuas encaramadas en las esquinas de altos cuartos o deambulando por las azoteas en frágil equilibrio; otras se miran a un espejo, un cristal separa lo interior de lo exterior, duplica las figuras e inventa una alquimia donde lo material se funde, imperceptible, con lo inmaterial.
En el Museo de Arte Moderno varias exposiciones de artistas que esperaban ser exhibidos hace tiempo: la de Allan Glass el año pasado; hoy, la muy esperada de Alice Rahon, la más singular –y sin embargo desdeñada– de las pintoras surrealistas establecidas en México durante la Segunda Guerra: nos fue imposible conseguir el catálogo, sin duda por la crisis que, de inmediato, desfavorece a la cultura. En el mismo edificio, muy interesante, la de Yishai Jusidman; además, la inusitada, necesaria Presuntos culpables, de carácter artístico pero abiertamente política; tomo, para explicarla, las palabras de los curadores del museo:
Aborda el trabajo de artistas mexicanos que exploran las complejidades de la experiencia de la cárcel bajo una mirada que entreteje lo social y lo íntimo, el documento noticioso y la vivencia emocional. Cada artista ofrece un acercamiento particular al problema desde cómo el proceso de adaptación a las circunstancias de la reclusión promueve diversas formas de relacionarse con el espacio cotidiano, hasta cómo el interno revierte las nociones de espacio y clausura, de interior y exterior, a partir de su propia situación y la búsqueda de la libertad mental.