oronto, 9 de septiembre. El fin simbólico, si no real, del verano en Norteamérica lo marca el Día del Trabajo… y el inicio del festival cinematográfico de Toronto, que se inaugura hoy con Chloe, la más reciente obra del cineasta local Atom Egoyan. Cada año, el encuentro mejor organizado del continente abruma a sus acreditados e invitados con una apabullante selección de lo que se supone lo más representativo del cine mundial, en sus diferentes expresiones; de lo experimental a lo más hollywoodense, de la película que pronto se verá en las pantallas comerciales de cualquier lado a la oscura muestra de cine de autor que probablemente desaparezca del radar; del cine de horror de medianoche al documental de compromiso político.
Toronto se ha vuelto un compromiso ineludible en la industria del cine occidental. Al resumir lo más notable de anteriores festivales como Berlín y Cannes, compartir títulos con Venecia y adelantar varios de San Sebastián (este año, la mitad de la competencia donostiarra se estrenará aquí con una semana de anticipación), se ha vuelto el acto más práctico para compradores y distribuidores (y críticos, también). Sin mencionar que resulta más barato, si se compara la tasa de cambio del dólar canadiense con la del euro. El más reciente reporte calculaba la presencia de unos tres mil delegados de la oficina de Ventas e Industria.
En esta ocasión, el festival de Toronto ha reunido 273 largometrajes –24 más que el año pasado–, que representan a 64 países. México es uno de ellos, por supuesto, y la selección es una de las más sólidas –y numerosas– de los años recientes. Para mérito de la programación, esta vez no hay refritos de otros festivales. Cuatro de las películas son estrenos mundiales: Alamar, de Pedro González-Rubio; Norteado, de Rigoberto Perezcano; el documental Presunto culpable, de Roberto Hernández y Geoffrey Smith, y el corto Entrevista con la Tierra, de Nicolás Pereda; el quinto título, Backyard-El traspatio, de Carlos Carrera, ya tuvo su salida comercial en México desde febrero, pero éste es su estreno al norte de la frontera.
En rigor, habría otra participación de cineastas mexicanos en el caso de la hollywoodense Mother and Child (Madre e hijo), quinto largometraje de Rodrigo García, en cuya producción participó Cha Cha Cha, la compañía formada, según se sabe, por Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu. Y para ser exhaustivos, el mismo Del Toro funge de productor junto con su otra socia Bertha Navarro en Rabia, tercer largometraje del ecuatoriano Sebastián Cordero, que lleva de protagonista al también mexicano Gustavo Sánchez Parra.
En contraste, es limitada la representación de los otros dos países latinoamericanos de fuerte presencia por tradición en festivales internacionales: Argentina y Brasil. Del primero se exhibirá un par de películas: Los santos sucios, de Luis Ortega, y El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella. Mientras la participación brasileña se ha limitado a uno solo, Hotel Atlántico, de Suzana Amaral. El panorama latinoamericano se completa con dos participantes de Colombia –Los viajes del viento, de Ciro Guerra, y El vuelco del cangrejo, de Óscar Ruiz Navia– y otras dos de Uruguay: Gigante, de Adrián Biniez, e Hiroshima, de Pablo Stoll.
El cine español sí presenta más títulos –seis largometrajes en total, sin contar coproducciones–, pero dos de ellos –Abrazos rotos, de Pedro Almodóvar, y Ágora, de Alejandro Amenábar– ya habían competido en Cannes.
Una vez más, lo único que falta en el festival de Toronto es tiempo para cubrir sus múltiples ofrecimientos. Y energía para sostener el ritmo durante 10 días.