oy se cumplen seis años de la muerte de Hugo Aréchiga Urtuzuástegui, hombre brillante, culto y prudente que dedicó su vida entera a la ciencia, preocupado siempre porque esta actividad pudiera encontrar un lugar destacado en la vida de nuestro país. Trabajador incansable, su fallecimiento prematuro –tenía 63 años– ocurrió en plena actividad científica, cuando impartía un curso en la ciudad de Esmirna, en Turquía, realizado por la Organización Internacional de Investigación Cerebral. Con su deceso, México perdió a un gran líder científico y algunos a un amigo entrañable y maestro. Recordarlo hoy es una forma de mantener vigente su pensamiento.
Como una coincidencia extraña, hace exactamente 20 años, el 15 de septiembre de 1989, Aréchiga me entregó un pequeño texto titulado ¿Hacia dónde vamos?, que tiene una extraordinaria vigencia y que, como un homenaje a su fructífera vida, me permito reproducir aquí:
“En el pequeño poblado donde presté mi servicio social como pasante de medicina, la vida era muy tranquila. No llegaba ningún periódico. No había un televisor. Por las noches, la gente se sentaba afuera de las casas y se dedicaba a conversar y a contemplar el cielo. En una de esas tertulias, alguien notó la aparición de un cuerpo celeste muy extraño, que se desplazaba a gran velocidad en el firmamento.
“En noches sucesivas, el meteoro apareció en el mismo sitio, a la misma hora y recorrió la misma trayectoria. La noticia se propagó por el pueblo. Se emitieron diversas explicaciones sobre la naturaleza del fenómeno, pero ni los más ancianos recordaban haber visto algo igual. Cuando me llegó el turno de ser interrogado y opiné que se trataría de un satélite, hecho por mano humana y lanzado desde nuestro planeta al espacio, se produjo un enorme entusiasmo. El respeto por la ciencia alcanzó niveles insospechados. Las madres de familia dejaron de protestar porque les vacunara a sus bebés; los niños me abordaban en la calle o en el consultorio para confiarme que de grandes se dedicarían a lanzar satélites; los adultos aceptaron construir letrinas en sus casas, y hasta logré integrar un comité de vecinos para sufragar los gastos de instalación de un sistema de agua potable.
“Por aquellos días me gustaba comparar la reacción de mis vecinos en nuestra escala diminuta, con la gran respuesta que había tenido lugar años atrás en Estados Unidos cuando se supo que la Unión Soviética había lanzado el primer satélite. La amenaza del rezago científico y tecnológico hizo que tanto el gobierno como la iniciativa privada derramaran con generosidad los recursos necesarios para recuperar el terreno perdido. Se crearon nuevos programas de educación y de investigación, que han resultado de grandes consecuencias para el desarrollo de ese país.
“Mi comparación, desde luego, pecaba de optimista. Lo que en Estados Unidos y en otros países había estimulado reacciones coordinadas de alcance nacional, entre nosotros no pasó de pequeños brotes aislados de entusiasmo.
“Decía Toynbee que toda cultura es la respuesta que una colectividad humana da a los retos del ambiente en que se desarrolla. En los tiempos actuales, los mayores retos vienen de la ciencia y la técnica. Cada innovación en estos campos abre una oportunidad y entraña un peligro. Las culturas sobrevivirán entonces, en la medida en que logren incorporar en su propia dinámica a la ciencia y a la tecnología.
“Algunos pueblos están siendo mucho más exitosos que otros en este proceso, y en las pasadas décadas se han acentuado las diferencias, al punto de que ya se habla de dos mundos, uno en el que se manipulan núcleos atómicos, se analizan y construyen moléculas, se estudian los mecanismos de operación del cerebro y la conducta humanos, se profundiza en el conocimiento de las reglas de organización social y económica y se descubren y aprovechan nuevas fuentes de energía; un mundo, en fin, en el que la producción y aprovechamiento del conocimiento son la norma. El otro mundo es de pueblos ignorantes, incapaces de resolver problemas, consumidores de una tecnología que no comprenden y que por ello les resulta a menudo catastrófica. Un mundo, pues, condenado a lo que el doctor Ignacio Chávez calificara como ‘la pesada cadena de la dependencia’.
“Con un panorama así, no han requerido gran imaginación los futurólogos para predecir a los habitantes del Primer Mundo existencias prolongadas, con acceso a energía y bienes crecientes; una utopía a lo Tomás Moro, con tecnología avanzada. Los habitantes del mundo subdesarrollado, en cambio, estarán condenados a vivir en vecindades abigarradas, de urbes grises, contaminadas, arrastrando una existencia tan mísera como la de aquellos obreros ingleses de principios del siglo XIX que, según Churchill, vivían ‘sin nada sabroso que comer, nada hermoso que ver y nada interesante que decir’.”