i el amontonamiento de seres humanos que se produjo en el Zócalo capitalino la noche del 19 de septiembre se resolvió, a la postre, con saldo blanco, y si el asunto no pasó a mayores, fue por la forma en que actuamos los ciudadanos
, dijo a reporteros de La Jornada (20/9/09) una asistente a la segunda presentación del espectáculo multimedia que el calderonato había estrenado en esa plaza, repleta de empleados públicos acarreados, cuatro días antes. Luego se supo que los elementos del Estado Mayor Presidencial, en el afán de cuidar a su jefe, cerraron durante hora y media varias salidas –las calles de 16 de Septiembre, Madero y 5 de Mayo– e hicieron chocar entre sí a grupos de espectadores entrantes y salientes. “La gente llegó aquí desde la tarde para la función de las 20:30 (que) terminó a las 20:55 y desde esa hora nadie podía salir; empezamos a caminar por las calles, pero estaban bloqueadas, afirmó otro testigo citado por Reforma (20/9/09); según ese periódico, hasta las 23, el declarante no había podido abandonar el Zócalo. Las funciones subsecuentes del tal espectáculo multimedia fueron canceladas, pero el bien conocido libreto presumiblemente continuará: en el próximo capítulo algún funcionario federal le echará la culpa del estropicio a las autoridades capitalinas.
Es muy alto, en efecto, el grado de civismo social al que hizo referencia la ciudadana de la primera nota. Esa virtud no sólo impidió que en el Zócalo tuviera lugar una versión multitudinaria de la tragedia que la policía capitalina provocó en junio del año pasado en el antro News Divine; tan elevado, que después de tres años de estar sujetos a una doble exaltación de la violencia como único recurso de desgobierno (Calderón) y de éxito inmediato (el narco), siguen siendo excepcionales los episodios como el del tipo del revólver .38 especial en el Metro Balderas. No vienen al caso en el recuento, claro, los innumerables pistoleros, zetas, familiares, paramilitares y matarifes que han encontrado un modo de vida (breve) en la eliminación del prójimo, sino de esos paroxismos individuales con arma de fuego, tan comunes en Estados Unidos, por ejemplo.
No hay que tomarlo a la ligera: el discurso oficial, multiplicado y rebotado en un bombardeo de spots y carteles, es un instrumento de educación moral que legitima la guerra y la aniquilación y presenta a las instituciones en una actitud de bravuconería armada no tan diferente a los modos que los crminales ostentan en los videos que cuelgan en Youtube. Más allá del discurso, en los hechos, la movilización policial-militar deja caer sobre las poblaciones que la sufren un mensaje inequívoco: la implantación expedita y de facto de la pena de muerte, el atropello contra inocentes y la suspensión discrecional de garantías son medios justificados por el fin supremo (e incierto) del combate a los cárteles. Si el gobierno de Calderón puede matar, encarcelar, allanar y suprimir el libre tránsito a quien se le antoje con tal de salvar a los jóvenes del flagelo de las drogas
(sí, cómo no), a más de alguno le parecerá sensato remontar el calentamiento global perpetrando una carnicería en una estación del metro. En la relación entre los medios y los fines de ambas aventuras hay un manifiesro disparate. A juzgar por resultados, ambas han sido, en distinta escala, tan cruentas como inútiles.
Lo extraño en el contexto no es que ocurran estos hechos; lo significativo –y alentador– es que el ejemplo de la violencia no haya cundido en un entorno salpicado de balaceras entre bandos difusos.
Mientras la oligarquía gobernante se empeña en destruir la convivencia por medio de agresiones directas e indirectas, cruentas y no, contra la mayoría de la población –fabricación de culpables, criminalización de las luchas sociales, transferencia de las políticas sociales al reino de la simulación, carestía deliberada, desempleo inflado desde las oficinas públicas, ostentación insolente en medio de las ruinas de la economía–, el grueso de la gente se aferra a la paz y a la civilidad, se abstiene de herir y de matar, no sale armada a las calles a pregonar el fin del mundo establecido: sale como puede, y procurando que nadie quede lastimado, de convocatorias torpes y cargadas de desdén y paranoia, como la que formuló el calderonato para que la gente acudiera al Zócalo el pasado 19 de septiembre. Hay mucho para construir. Esa civilidad a contrapelo de la insensatez oficial es una gran razón para el optimismo.
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