l ácido desoxirribonucleico –ADN– es sinónimo de vida. Todos los seres humanos, al igual que los animales, tienen en sus células ADN. Las diferencias en el ADN entre humanos, y entre nuestra especie y los animales, son mínimas. Las pequeñas diferencias suelen ser suficientes para saber quién es el padre o la madre del hijo o de la hija.
Determinar el ADN de los supuestos progenitores, sobre todo del padre, es una práctica legal cuando se busca esclarecer a quién corresponde la paternidad. Estos estudios, aunque conlleven dolor –por ejemplo, cuando el resultado determina que el supuesto padre no es el padre–, son, independientemente del resultado, muy útiles.
Los desarreglos en el funcionamiento del ADN o las alteraciones en algunos de sus componentes son la causa de muchísimas enfermedades. Las investigaciones encaminadas a dilucidar la génesis de algunas patologías a partir de las modificaciones del ADN progresan sin cesar y siempre serán bienvenidas. Muchos problemas médicos se entienden mejor cuando se estudia lo que sucede en el ADN. Aunque ya es una realidad, en el futuro buena parte de los esfuerzos terapéuticos y preventivos se encaminarán al corazón de la célula: al ADN.
La situación es distinta cuando la prueba para determinar el tipo de ADN se utiliza para probar el parentesco de las personas sin su consentimiento. Tal es el caso de una ley aprobada en 2007, en Francia, que, por fortuna, fue rechazada la semana pasada, tanto por razones técnicas como éticas. La ley proponía determinar el ADN a los inmigrantes que buscaban reagruparse dentro del núcleo familiar sin solicitar su consentimiento.
Esa idea es nefanda. Reúne tres elementos negativos: es racista, atenta contra la ética y es peligrosa porque tiene la posibilidad de reavivar nuevas pendientes resbalosas (la pendiente resbalosa es un término que se usa para referirse a una serie de eventos que seguramente finalizarán en algo indeseable. El término se acuñó a partir de la tristemente célebre eutanasia nazi).
La ley francesa, recientemente derogada, es racista porque marca diferencias entre un grupo humano –inmigrantes que requieren identificarse– y otro grupo humano –oriundos que no requieren identificarse. Atenta contra la ética porque viola tres principios éticos fundamentales: la autonomía, el consentimiento y la confidencialidad. Al infringirse la autonomía de las personas, se vulnera su voluntad. Al aplicarse la prueba sin el consentimiento del implicado, se niega su derecho a decidir si quiere o no someterse a determinado examen. Al despreciarse la confidencialidad de la persona, su material genético podría ser utilizado –¿quién lo impedirá?– cuantas veces se desee, por ejemplo, para valorar si vale o no la pena emplearlo de acuerdo con su perfil de posibles enfermedades; lo mismo podrían opinar las compañías aseguradoras y, dado el caso, cobrar primas extras. Además, al no contarse con el consentimiento se podrían crear bancos secretos
de ADN, donde se almacenarían los datos íntimos de las personas. Finalmente, la ley francesa es peligrosa porque no sobran pretextos para que diversas pendientes resbalosas se echen a andar.
La suma de racismo, estigmatización y amoralidad recuerda los peores horrores y genocidios de la humanidad. Ninguno de esos episodios es lejano. Todos siguen vigentes. Algunos disfrazados, otros no. Los rostros de hoy son idénticos a los que desencadenaron los genocidios del siglo XX. La maldad no se modifica. Siempre está. Es característica de nuestra especie y moneda de nuestro tiempo. Basta alimentarla para que se exprese.
No sobra decir que algunos miembros del gabinete o personajes de la vida política en Francia consideran que la ley debería discutirse nuevamente; otros aducen que el problema no es ético, sino técnico, por lo que la ley debería revisarse cuando se cuente con la tecnología suficiente para determinar el ADN de todos los casos que ameriten
ser estudiados. Es decir, la ley no ha sido sepultada del todo.
Determinar el ADN como condición para reagrupar a algunas familias de acuerdo con su material genético es sinónimo de racismo. La experiencia francesa, por ahora derogada, es peligrosa, no por ser francesa, sino –como todo el mundo sabe, y los europeos más que nadie– porque el racismo es una forma de ser altamente contagioso y con capacidad devastadora ilimitada.
El racismo es imparable. Se disemina con facilidad. Detenerlo es imposible. La ciencia médica no puede ser aliada de políticas racistas. Estudiar el ADN para saber más de las enfermedades es correcto. Aplicar la ciencia en contra de la humanidad es incorrecto. Los científicos que determinan el ADN no deberían prestar sus servicios cuando los propósitos del estudio faciliten la creación de nuevas pendientes resbalosas.