o ha sido una imagen gratificante la que se ha producido en el Congreso alrededor del trabajo para legislar el presupuesto federal de 2010. Al contrario. Lejos de hacer de la política un asunto al menos algo decente, puso en evidencia el desarreglo institucional, la pobreza de la gestión pública y de liderazgo que azotan al país. Mi inocencia al respecto debe estar asociada con el reciente cambio de horario.
El relajo provocado por el diputado y presidente del PAN, César Nava, expone ciertamente la forma en que se plantea y debate, en este caso, el tema central del presupuesto.
Arreglos tras bambalinas que van mucho más allá de los impuestos y los gastos y que exhiben también abiertamente al PRI, en esta etapa que lleva ya directamente a las elecciones de 2012.
Nadie se salva en un entorno de mucha pobreza cívica (qué anacrónica suena la noción de civismo) y falta de horizonte. Suele decirse que las crisis son momentos propicios para pensar las cosas a fondo, vaya, que son oportunidades. Pero esto parece las más de las veces un cliché. Lo urgente siempre tira de lo necesario; los intereses particulares se imponen sobre los demás. En México llevamos más de dos décadas en ese camino de las crisis.
Desde la sociedad se han abierto ya algunos espacios de reflexión que van más allá de cómo arreglar la situación de las cuentas del gobierno y cómo mantener las posiciones relativas de los grupos políticos. Se necesita profundizarlas y, por supuesto, ampliar mucho más el terreno de la discusión, superar su ingente pobreza. Dejarlo en manos del gobierno y del Congreso es un error muy costoso.
Desde un punto de vista financiero las cuentas deben ser más claras y transparentes, y más explícitos los criterios para su proyección a lo largo de un periodo razonable en función de su impacto en la economía y el bienestar social. La cuantificación del déficit general del gobierno y de la deuda pública en relación con el producto es un asunto clave.
Las proyecciones del crecimiento del PIB que ofrece Hacienda parecen muy altas, hay estimaciones alternativas que indican que una recuperación a partir de 2010 será menor, y que en los próximos cinco años estará en promedio por debajo al de los cinco años anteriores a esta crisis.
Las dos variables: el déficit y la deuda, son una base para planear la política económica. Esto abarca el ajuste de las cuentas públicas, o sea, la capacidad de generar ingresos suficientes y de recortar el gasto excesivo.
El problema del déficit fiscal tiene una parte que es estructural y otra que se asocia a la coyuntura actual (menor recaudación, por ejemplo). Esta distinción no es todavía demasiado clara, y ahí están de nueva cuenta temas como la debacle de Pemex, documentada por todas partes y, seguramente, más grave de lo que sabemos. Este no es el único asunto pendiente.
La incertidumbre en cuanto a la evolución de la economía y, en particular del déficit público no puede eliminarse por completo, eso es claro. Pero frente a la forma en que se está haciendo la gestión del presupuesto están cuando menos dos cuestiones relevantes.
Una concierne, como suele decirse en el entorno financiero, a la pérdida de confianza de los inversionistas ante el resultado del ejercicio presupuestal y los efectos que perciban a corto y mediano plazos. Esto tiene que ver con la repercusión sobre la demanda y las posibilidades de obtener los rendimientos esperados. Sería mejor actuar con un escenario más pesimista que reduzca los costos hacia adelante.
El segundo aspecto es la tensión social que se está agravando. La pobreza del Estado en el marco de la fragilidad fiscal y la menor capacidad de gasto no se subsanarán con este presupuesto. Al planear los recortes es mejor sentar las prioridades en la parte estructural del déficit. En este caso hace falta mucha discusión en el país, decisión política que hoy es demasiado escasa, y se enfrentan fuertes conflictos.
Más allá de las cuestiones técnicas que en este caso son ineludibles está, por cierto, el juicio político que involucra las consecuencias de una caída prolongada del ingreso real y de cómo se distribuye entre los grupos de la población.
La complejidad de la política fiscal es grande y, sobre todo, en medio de una crisis y en el entorno de un largo periodo de lento crecimiento económico, con mayor desigualdad social.
Aquí se ubica el tema de la caída de los recursos públicos, los mayores impuestos y la asignación de los recursos. Una mayor participación social abriría una compuerta para compensar las limitaciones de la visión hacendaria y de la esclerosis institucional en el Congreso.
No se puede hacer caso omiso, ahora, sobre la gravedad de volver a instrumentar malas políticas. El ambiente político, sin embargo, parece apuntar en esa dirección.