ara entender los vínculos entre aborto, religión –en este caso catolicismo– e intolerancia es bueno contar en muy pocas líneas la historia del siniestro Daniel Ortega. La cuento porque sus traspiés permiten entender que el pasado no cuenta ni para la persona que cambia ni para algunos religiosos que saben perdonar todo con tal de ganar adeptos y dinero (como la curia nicaragüense).
El presidente de Nicaragua, otrora sandinista, revolucionario de corazón, violador consuetudinario de la hija de su esposa actual y ex hombre de izquierda ha mutado. Ahora es gran amigo de la Iglesia nicaragüense, promotor y dueño de grandes negocios, enemigo del poeta y religioso Ernesto Cardenal y del escritor Sergio Ramírez y, seguramente, triunfador
en las próximas elecciones de uno de los países más pobres de Latinoamérica. Para granjearse la amistad y los votos de la Iglesia, Ortega se ha convertido en un iracundo antiabortista. Lo ha prohibido en forma absoluta; no importa si la embarazada sea niña, si la razón de la preñez sea violación, si la madre padece enfermedades que comprometan su vida o si el bebé tiene malformaciones.
La nefanda historia de este personaje es comprensible: sus exabruptos rebasan todo argumento ético y su afán de poder impide cualquier diálogo a favor de la razón. No hay muchos ortegas en el panorama latinoamericano, pero sí suficientes religiosos que han logrado penetrar en el ámbito de muchos orteguitas (los orteguitas son las personas que anclados en su poder, sean de izquierda o de derecha
, dialogan con la Iglesia para imponer leyes morales ad hoc a los intereses de ambos). Utilizo el caso Ortega como modelo de las oscuras relaciones entre políticos e Iglesia de la inmensa mayoría de los países latinoamericanos.
De acuerdo con algunas cifras, siempre cuestionables, en América Latina se llevan a cabo 4 millones de abortos fuera de la ley; se dice que mueren por lo menos 4 mil mujeres anualmente. Esos datos son sólo aproximaciones. La clandestinidad del procedimiento impide conocer la verdad. Es muy probable que la cifra sea mayor y que el número de mujeres muertas por el vínculo entre Iglesia y políticos sea mucho mayor. Entre las pobres y las muy pobres la desconfianza hacia las autoridades y los sistemas de salud es inmensa; sin duda son más las que fallecen a consecuencia de procedimientos inadecuados.
En condiciones ideales la mortalidad por complicaciones secundarias al aborto es cercana a cero, a lo que debe agregarse que el procedimiento no es costoso. Por razones obvias no se conoce la tasa de mortalidad cuando el legrado se lleva a cabo en condiciones inadecuadas. Lo que sí se sabe es que muchos niños quedan huérfanos y que los costos por algunas complicaciones –infecciones, hemorragias, heridas– son muy altos. En algunos países la primera causa de muerte en mujeres jóvenes se debe a la práctica de abortos efectuados en medios insalubres. La cruda realidad de las mujeres que mueren por abortar y por ser pobres debería ser una de las grandes tareas de los gobernantes latinoamericanos. Es ahí donde nuestros políticos muestran algunas taras y muchas facciones orteguitas. Dos ejemplos para no dejar de sorprenderse.
La opinión sobre el aborto de la señora Cristina Fernández, presidenta de Argentina, es más patética que ella misma. A pesar de ser mujer, de asumirse defensora de los derechos humanos y de su manifiesta preocupación por la pobreza, públicamente se ha manifestado, en numerosas ocasiones, contra el aborto. En Argentina los abortos ilegales son la primera causa de muerte en mujeres jóvenes.
El segundo ejemplo es demoledor. El doctor Tabaré Vázquez, presidente de Uruguay, vetó la ley que despenalizaba el aborto, aprobada por el Congreso en noviembre de 2008. Sorprende que este médico, cuyo pasado está vinculado con la izquierda, haya vetado esa ley, sobre todo porque la jerarquía católica de su país ha llegado a afirmar que las mujeres no tienen libre albedrío para decidir si cuentan o no con la suficiente capacidad para decidir sobre la posibilidad de abortar. Las inentendibles actitudes de Fernández y Vázquez se reproducen en mayor o menor grado en Latinoamérica. Esas decisiones son ejemplo del nauseabundo orteguismo que parece rendirse ante la Iglesia a cambio de algunos votos.
Como en tantos temas de bioética, las discusiones sobre el aborto son muy complicadas. La intolerancia de los antiabortistas imposibilita el diálogo. No sobra decir que en muchos países de nuestro continente se discute incluso si la mujer o la niña violada tienen derecho a abortar. Aunque soy escéptico y pienso que nunca habrá acuerdo entre librepensadores y religiosos, debe seguir ahondándose en el tema. Así lo explica Gustavo Ortiz Millán en su libro La moralidad del aborto. De lo que dicen esas páginas escribiré la próxima semana.