Opinión
Ver día anteriorDomingo 1º de noviembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Días de té y bibliotecas
P

uesto que desde hace algunos años no leo fuera de programa, salvo por algún libro que se me imponga y por el cual me vea forzada a romper mi rígida disciplina, que no es sino una estructura de vida a la cual me engancho porque es la que mejor despierta mi entusiasmo, el mundo y sobre todo la gente son para mí una enorme reserva de libros en mi biblioteca, que contemplo y hojeo, pero cuya lectura profunda dejo pendiente para mejor ocasión.

El libro salvaje, de Juan Villoro, se me impuso, de modo que en mis horas de lectura y en ratos robados a mis demás horas lo leí absorta, entre otras razones porque la historia narrada en él me interesó y me conmovió, y su desarrollo narrativo me aleccionó divirtiéndome, como los clásicos querían que fuera transmitida la enseñanza. Mientras leía El libro salvaje, no sólo ansiaba saber qué sucedería después, sino que me molestaba la idea de que la narración terminara, señales que indican a un autor que ha cumplido con la regla de oro de su arte, que consiste en conseguir atrapar al lector desde la primera línea, y no soltarlo ni siquiera después de la última.

Nadie duda que Villoro sea un gran narrador y un gran ensayista, ni que sea brillante, culto, imaginativo y simpático, ni que esté metido y al día en su tiempo ni que, esperemos que sólo en sentido metafórico, no deja de crecer. Pero, a menos que el lector sea niño, no es muy sabido que Villoro conmueva, y los niños, a quienes está dirigido El libro salvaje, quizá no sepan que conmover es el término preciso que define la emoción que este libro provoca, quizás el efecto principal que Villoro acciona en la lectura de este cuento largo o novela corta.

Alguna vez oí comentar que el problema de Villoro, como escritor y como ser humano, era que no había sufrido. Si recordara a quién le oí esta observación, directamente le recomendaría leer El libro salvaje para que la rectificara y, si se atreviera, dejara correr sus propias lágrimas. ¡Qué inconfesable para un intelectual llorar al leer un libro para niños! ¡Qué bochornoso leer (y gozar) un libro para menores! Porque otra cosa que he oído decir de Villoro es que es tan arrogante que, para que se le perdone esta falla, acoge temas populares y hasta estropea su sentido del humor nato al optar por el chiste. ¡Bueno! Desafío a quienes opinen esto a leer El libro salvaje, porque en él encontrarán a un Villoro que ha sufrido y que ha transformado su supuesta arrogancia en candor, o en esa simplicidad que sólo un niño brillante, culto, imaginativo y simpático puede tener, pues un niño sabio no sabe que es sabio, quizás porque al saberse niño piense que ser sabio es exclusivo de adultos, o es lo que él espera de ellos, que sean sabios, al menos los adultos a los que admira o ama.

La sabiduría de Villoro en El libro salvaje está en que, como autor, no sólo cede la cualidad de sabio a los personajes secundarios de su libro y lo que éstos representan (la cocinera, la novia, la hermana, los juguetes y los gatos), sino que se la arrebata a quienes se esperaría que la tuvieran (el tío, al que pinta como a un loco, o loco aunque sabio, o sabio aunque loco; y el héroe, al que retrata como al niño que es, brillante, culto, simpático, imaginativo y sabio, pero que ignora lo sabio que es).

Quiero decir que me sentí niña al leer El libro salvaje, y que habría querido que de niña éste hubiera sido uno de los libros que cayeran en mis manos. Me habría atrapado para siempre en el paraíso de la lectura, me habría revelado secretos que, cuando hubiera crecido y los reconociera y entendiera, le agradecería al autor que me los habría regalado desinteresadamente, pues ni siquiera sabía quién era yo, yo, su posible lector.

Me parece como si en El libro salvaje Juan Villoro hubiera logrado desembarazarse del exceso de inteligencia, de capacidad de retención, de habilidad de asociación de ideas, de talento de exposición y, ligero de la carga, libre de la fragilidad en que se consume quien juega no por jugar sino por competir, cuando no por ganar, se hubiera por fin sentado de pijama y pantuflas a contarle un cuento a su pequeña hija, en quien me vi reflejada, con todo y un papel decisivo en ese cuento que papá me cuenta, sólo a mí, y cuya narración me ha hecho pasar unos días de pinta que atesoro en el universo disciplinado de mis lecturas bajo programa.