risis de identidad, bloqueos monumentales para escribir un guión, esfuerzos infructuosos para borrar todo recuerdo de la persona amada, soluciones desmesuradas para cada uno de estos predicamentos y, de nueva cuenta, aparición de otros inquietantes desarreglos de la conducta. El estupendo guionista estadounidense Charlie Kaufmann, responsable de las intricadas tramas de ¿Quieres ser John Malkovich? (Spike Jonze, 1999), El ladrón de orquídeas (Adaptation, Jonze, 2002), y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (Michel Gondry, 2004), acomete ahora su primer trabajo como director en Nueva York en escena (Synecdoche, New York), a partir de un guión suyo y con un formidable reparto encabezado por Philip Seymour Hoffman.
La cinta es un prolongado alarde de inventiva visual y narrativa, la extravagante puesta al día de Ocho y medio (Fellini, 1963) a partir de una sobrecarga de anfetaminas. En lugar del memorable Guido (Marcello Mastroianni), director de cine, alter ego del maestro italiano, tenemos aquí a un apesadumbrado y eternamente sudoroso Caden Cotard (Seymour Hoffman), dramaturgo y director de teatro. A las dificultades que enfrenta para montar la obra La muerte de un viajante, de Arthur Miller, debe añadir su crisis conyugal con Adele (Catherine Keener), pintora miniaturista que progresivamente se distancia del marido quejumbroso e hipocondriaco, hasta desaparecer por completo en compañía de su pequeña hija. Durante esta primera parte de la cinta, Kaufman se atiene a una narrativa tradición y a un claro delineamiento de situaciones y personajes. Los inquietantes síntomas de una enfermedad que pudiera ser cáncer, pero que parece algo más perverso aún y de malignidad más inescrutable, se presentan con minucia clínica, lo que desespera a Caden y deja perplejos a quienes le rodean. La partida de Adele y su hija sume al dramaturgo en una zozobra mayor, y de aquí en adelante la película cambia totalmente de tono, reflejando en sus caprichosos saltos temporales y en su estructura disparatada el desorden mental del propio protagonista.
La ausencia de Adele precipita a Caden en el cuidado amoroso, casi materno, de mujeres que son asistentes o actrices en su obra: Hazal (Samantha Morton), Claire (Michelle Williams), Tammy (Emily Watson), Ellen (Diane Weist), y al recibir sorpresivamente la beca Mac Arthur para creadores de genialidad probada, el dramaturgo abandonado y enfermo acomete un delirio mayor que el propio Fellini habría soñado sólo a medias: pasar de la obra de Arthur Miller a un espectáculo narcisista sobre la atribulada existencia de Caden Cotard y escenificarla en un bodegón inmenso donde habrá un Nueva York en miniatura, una parte de la ciudad por el todo inabarcable, un pueblo virtual que pudiera llamarse Sinécdoque, NY, como esa figura de la retórica que designa a un objeto por alguna de sus partes o al género por la especie. Sinécdoque también significa comprensión simultánea, y eso es precisamente lo que la película exige del espectador a partir del inicio de este delirio de Caden Cotard.
Habrá que comprender, tal vez, que la decisión de dirigir una obra en la que a su vez se dirige otra obra, y para la cual se requiere la intervención de personajes substitutos que encarnan precisamente a los protagonistas de la obra original, forma parte de esa dislocación mental del dramaturgo que no acierta ya a distinguir entre realidad y fantasía, enfermedad real e hipocondria, y que ve pasar el tiempo con la celeridad que se atribuye a las visiones terminales, dejando de ser un hombre de 30 años para volverse un anciano de 80, y vivir escénicamente la vida después de muerto, o anticipar la muerte en el escenario como el heroico gesto de un artista condenado. El director/guionista Charlie Kaufman no ofrece soluciones. ¿Cómo podría? Su cinta acepta y reproduce la desmesura de su modelo y transforma el acto de creación en un fin absoluto, independiente de toda lógica, tan inasible como los grandes temas a los que alude incesantemente: la soledad, la enfermedad, el distanciamiento afectivo y la muerte.
Al espectador le queda la posibilidad de vencer su azoro elucubrando sobre las mil posibilidades que ofrece la película, o verla una vez más para desentrañar los enigmas pendientes, o sorprenderse final y felizmente de que en la cartelera comercial haya espacio para volver públicas aquellas inquietudes y obsesiones comúnmente restringidas al espacio de la fantasía privada.
Se exhibe en la sala dos de la Cineteca Nacional.