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El último suspiro del Conquistador / IX

I

ván se quebró en el primer encuentro con aquel cliente mayor, una vestida que pedía y daba más ternura que placer y que no hizo nada por humillarlo ni por hacerlo sentir como un vendedor de su propia dignidad, que era como el propio Iván se sentía. Y además iba mal del cuerpo: todas las células de su organismo ladraban por una sustancia que no estaba ahí pero que había dejado su recuerdo doloroso e imperioso. En esas condiciones, Iván no encontró otra salida que llorar su desgracia en los brazos de don Rufina, y ésta no halló nada más pertinente que consagrarse a reconstruir a aquel muchacho.

–Vente a vivir conmigo –le dijo–. Yo te protegeré, te daré de comer, te llevaré a una clínica para que te saquen esa porquería del cuerpo.

–Tú lo que quieres es coger gratis –dijo Iván con pronunciación dificultosa, atrapado entre un sollozo y una temblorina.

–Qué tonto eres –le explicó ella, sin inmutarse, mientras le rascaba el cuero cabelludo–. Más bien te estoy ofreciendo amor gratis. Si tú no quieres, no hay sexo.

Horas después, don Rufina llevó a Iván, casi de la mano, a un centro de desintoxicación. Cuando lo dieron de alta, lo hizo partícipe de su negocio y pagó sin regatear las deudas contraídas por el joven. En cuestión de mes y medio, Iván estaba limpio de drogas y de deudas, y aunque don Rufina no lo retuvo a su lado, se fue quedando con ella, y de cuando en cuando hasta se acomedía a darle un poco de placer. Pero no pudo conciliar sus emociones contrarias: sentía gratitud hacia la mujer y en cierta forma la quería, pero al mismo tiempo le daba vergüenza el permitirse tales afectos con uno que, por más vueltas que le diera, era hombre, un pinche puto que se había aprovechado de un momento de debilidad para enamorarlo. Iván se sabía y se sentía machito, y si hasta entonces había acompañado en la cama a algunos (bueno, a muchos) hombres, aquello había sido un mero asunto profesional, cámara, por dinero para unas dosis: su vicio era la jeringa, no el puñal, cómo creen. A don Rufina le tenía agradecimiento pero también la odiaba: le revolvía el estómago el verse a sí mismo adoptar actitudes de niño necesitado de afecto ante una mamá con pito y huevos. Y le cagaba, le cagaba, porque se conocía, y sabía que tarde o temprano iba a cobrarle a su benefactora toda la degradación que le había hecho sentir.

* * *

Bernal Díaz del Castillo afirma que Hernán Cortés abandonó Sevilla, harto de las muchas personas que allí le importunaban, clausuró la casa que poseía en la ciudad y se refugió en Castilleja de la Cuesta, un pueblito de los alrededores, en la residencia de su amigo Juan Rodríguez, donde, a decir de López de Gómara, se le agravó la cagalera que venía padeciendo desde tiempo antes. Consta que en su último destino en vida estuvo acompañado por el doctor Cristóbal Méndez, su compadre; por fray Pedro de Zaldívar, prior del monasterio de San Isidoro, y por una Juana o María de Quintanilla, probablemente curandera, que fue llevada de Valladolid, según consta en la biografía del Conquistador escrita por José Luis Martínez. En ese mismo texto se cita que, tras la muerte de Cortés, el administrador Juan Galvarro pagó a esa mujer 50 ducados por su trabajo, sin que quede claro cuál fue, y que se le proporcionó un vestido de luto. Después de eso, Juana o María de Quintanilla desaparece de la historia.

* * *

Andrés vagó por las calles del Centro, almorzó quesadillas de longaniza en la fonda más insalubre que encontró y decidió tomar distancia con respecto a Jacinta. Se sentía saturado por los enredos truculentos en los que ella lo metía y necesitaba pensar y descansar. Pero no quería desaparecer de su radar, así que se sentó en una banca de la Plaza de la Ciudadela y marcó en su teléfono celular el número de ella. “Qué locura –pensó–, estamos usando enlaces de Francia para llamadas locales en el DF. Tengo que conseguirme un teléfono mexicano.” Ella respondió y no le dijo margen de nada:

Foto
La llamada armadura de Hernán Cortés, sobre el campanario del Hospital de Jesús, en México, D.F. de Tzitzimitl, en www.panoramio.com/photo/13946682

–Ya salimos del hospital –le dijo a boca de jarro–. Vamos camino a casa de mis papás... bueno, de mi mamá... Es que... pasaron cosas que... luego te explico. La dejo en la casa y me voy para el hotel. Tenemos que ir a La Lagunilla a buscar el frasco, ¿eh?

–Me voy a cambiar de hotel –repuso Andrés, con tono que quería ser resuelto.

–¿No te agrada ése? –terció ella, captando algo que no era–. ¿Por qué no me esperas a que llegue y lo platicamos? A veces me gusta que me tomen tantito en cuenta, ¿sabes?

–Está bien –dobló él la cerviz–. ¿A qué hora nos vemos en el hotel?

* * *

–Me has seguido por la mitad del mundo –le recordó don Hernando–. Has trastocado tus humanas horas de sueño para velar las mías. Abandonaste tu pueblo, a tu familia, para venir en pos de mí. Y ahora te niegas a un trabajo tan holgado y sencillo como vestirte de mujer.

–Yo me llamaba Kan, que es nombre de varón, y tú me bautizaste Tomás, que es en Castilla lo mismo que mi nombre, pero tal vez no: tal vez debiste llamarme serpiente, que es lo que significa Kan, y no gemelo. A ti te confundieron tu cura Jerónimo y tu Marina, porque en idioma mexicano Cóatl, que es Kan, quiere decir también gemelo, al igual que Tomás, que también es nombre de varón. ¿Por qué quieres que me vista de mujer si no lo soy?

–Para que pases inadvertido –se desesperó el Conquistador–. No han de saber que un brujo maya me acompaña en mis horas postreras. Podrían acusarte de haberme matado, podrían cortarte la cabeza. Quiero que llegues a Castilleja vestido de mujer, que vestido de mujer abordes una nao de regreso a las Indias, y que te pierdas para siempre.

* * *

Cuando don Rufina entró a la bodega, le hizo falta la luz. La tarde en las calles estaba muy luminosa, así que le resultó insuficiente la iluminación natural que llegaba al recinto por medio de dos tragaluces de bloc de vidrio. Dejó sus bolsas en el piso para encender el interruptor y vio a Iván, sentado en el sofá que ella misma había rescatado de la basura. Le notó un brillo inusual en los ojos y una tensión en los músculos que se dejaba adivinar a través de la ropa. Le preguntó qué hacía allí y el joven no le respondió.

–Ay –comprendió de golpe–. Ya te volviste a meter quién sabe qué cochinada.

Iván se incorporó sin prisa y hurgó con la mirada por entre el caos de objetos de la bodega. Identificó las formas de un tripié de aluminio, de un bambineto manchado, de una cacerola de hierro colado, de una caja sin abrir de videocasets Betamax, de un portaviandas de aluminio: nada útil. Caminó hacia don Rufina con la vista clavada en los anaqueles de la pared y entonces dio con una bacinica de peltre repleta de llaves viejas y, sin reflexionar sobre la incoherencia del conjunto, lo sopesó con las dos manos, lo encontró lo suficientemente masivo y, sin decir palabra, se lo arrojó con violencia a su pareja. El trebejo rebotó en mitad de su tórax, esparciendo su contenido por el piso de media bodega con un tintineo de metales como el que hacen las máquinas tragamonedas cuando sale bellota triple. Ella, desprevenida, trastabilló por el golpe, cayó al piso y le gritó, aterrada:

–¡Iván! ¿Pero qué te pasa?

(Continuará)