Los límites del control
l cabo de casi 30 años de carrera de director, con 10 largometrajes, que muchos de ellos –sobre todo los más recientes– giran en torno de relatos enigmáticos, impregnados de simbolismos y abstracciones, aún es frecuente escuchar a propósito de Jim Jarmusch el mismo reparo ocioso: ¿qué quiso decir en su película? ¿por qué tanta obsesión por los gestos mecánicos, los ejercicios de contemplación, o los personajes sin una identidad precisa?
En su película más reciente, Los límites del control (The Limits of Control), al protagonista omnipresente (interpretado por Isaach de Bankolé) se le conoce simplemente como el Solitario, y es probablemente un asesino a sueldo, con una misión secreta en España, que bien pudiera ser la de desbaratar una conspiración internacional o la de incorporarse a ella. La única instrucción que recibe de su primer contacto en el país ibérico es: Use su imaginación
. El consejo puede extenderlo Jarmusch a sus espectadores más recelosos.
Isaach de Bankolé, presencia formidable, es un actor de Costa de Marfil, avecindado en Francia, y descubierto en los años 80 por la directora Claire Denis (Chocolate, 1988). Su carrera tanto en el cine como en el teatro (Jarmusch, Lars von Trier, Patrice Chéreau), inclusive en la serie televisiva Los Soprano, ha sido sobresaliente.
En Los límites del control es un personaje misterioso y lleno de manías (en los cafés exige siempre dos expressos en dos tazas separadas
), practica el tai chi en los hoteles para relajarse, escucha arrobado el canto flamenco, intercambia con sus contactos cajas de cerillos con mensajes cifrados en el interior, mismos que engulle luego de verlos rápidamente.
Cada movimiento suyo desdibuja la ruta recorrida y también su posible punto de destino. Sus contactos esporádicos son personajes también difuminados, reconocibles apenas por una etiqueta: la Rubia (Tilda Swinton), el Americano (Bill Murray), Guitarra (John Hurt), el Mexicano (Gael García Bernal), como en un juego de azar. No participan en una trama más oscura que la de alguna cinta celebrada de Orson Welles (F for fake, Mr. Arkadin), aunque Jarmusch lleva aquí las cosas realmente al extremo haciendo de su relato una pieza para armar, a cargo de la imaginación de sus espectadores, mismos a los que exaspera o fascina, sin punto intermedio.
La espléndida fotografía del australiano Christopher Doyle (Deseando amar, Wong Kar Wai) transita de espacios arquitectónicos ultramodernos a paisajes españoles que son el fondo escénico ideal para ese trance hipnótico que vive el protagonista solitario. Una advertencia oportuna: sin la curiosidad o el deseo de involucrarse en ese ejercicio de contemplación que comparte Jarmusch con su personaje central, poco caso tiene buscar en el filme una lógica cualquiera o una carga fuerte de entretenimiento. La experiencia es, con todo, fascinante.