n nombre del pluralismo los partidos políticos se han propuesto desmantelar al Poder Ejecutivo desde el Legislativo. La consecuencia inmediata de este propósito ha sido el debilitamiento del Estado que resulta del peso excesivo de uno de los tres poderes en relación con los otros dos. La estrategia de los partidos revela la preeminencia de los intereses del grupo, pero también una extraordinaria cortedad de miras y la creencia íntima de que no llegarán al Poder Ejecutivo, al menos en un futuro cercano. Tal vez si tuvieran presente la posibilidad de la alternancia que está inscrita en las reglas del juego democrático serían más precavidos en la modificación de las reglas de ejercicio del Poder Ejecutivo y en el tratamiento que le dispensan. La regla que hoy le aplican al gobierno de Calderón será la que se aplicará a ellos cuando conquisten la Presidencia de la República. Entonces se van a topar con un Estado fragmentado y débil, que cuenta con pocos instrumentos para gobernar. Desde esta perspectiva las limitaciones del intervencionismo estatal no se derivan de un programa ideológico, sino que son consecuencia de la estrategia de los partidos políticos que han entrado a saco al Estado.
Desde 1997, la primera vez que el partido del presidente perdió la mayoría en la Cámara de Diputados frente a la suma de las oposiciones, las relaciones entre estos dos poderes han sido un foco de tensión que enrarece la atmósfera política. Han pasado casi 15 años. Al inicio de este periodo el evalentonamiento de los legisladores frente al Ejecutivo se justificaba como rebeldía contra una larga historia de presidencialismo exacerbado y, sobre todo, contra la subordinación de diputados y senadores al presidente de la República. En 1999, el diputado panista Carlos Medina Plascencia hizo gala de la independencia recobrada cuando respondió al informe del entonces presidente Ernesto Zedillo, con una frase de plano insultante, que cuestionaba la credibilidad del documento que acababa de presentar el jefe del Ejecutivo, que dice contener
el estado de la administración pública. Este desplante de arrogancia fue tanto más significativo que los reclamos del diputado Muñoz Ledo a Miguel de la Madrid en septiembre de 1988, cuanto que Medina Plascencia hablaba desde la tribuna del pleno de sesiones en su calidad de presidente de la Cámara de Diputados.
En las elecciones de 2000, 2003, 2006 y 2009 se repitió un patrón de resultados electorales que le negaba la mayoría al partido del presidente, incluso en 2000 cuando Vicente Fox llevó a cabo una campaña de corte puramente plebiscitario, cuyo objetivo era formar un amplio frente de oposición. Desde entonces las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo no han encontrado un punto de equilibrio estable; peor aún, se han convertido en un foco de tensión que impide –a uno y a otro– cumplir con las funciones de estabilización política que les corresponden.
La inestabilidad del equilibrio entre los poderes también ha incidido en una suerte de desdibujamiento de las esferas de competencia de cada uno de ellos, y en la constante presión del Poder Legislativo sobre el Ejecutivo, misma que se ha traducido en una franca invasión del primero de los terrenos de acción del segundo. En las discusiones a propósito del presupuesto se ha visto una y otra vez cómo desde las curules de la oposición se ha querido gobernar al Poder Ejecutivo. El resultado sobre el proceso de decisiones de gobierno ha sido inconsistencias, contradicciones, aceleraciones y bruscos frenazos, dependiendo del resultado de lo que se parece más a una competencia de vencidas
entre el gobierno y los legisladores que a una relación dinámica entre el Legislativo y el Ejecutivo. Hay presidentes de comisiones legislativas cuya capacidad de influencia sobre el gobierno es mayor que la que alcanzan los secretarios de Estado. Víctima de esta continua interferencia han sido políticas públicas que están plagadas de incongruencias, son fragmentarias o están parceladas por las dentelladas de los legisladores. De la misma manera, los partidos han afectado la autonomía que deberían garantizar los órganos del Estado que tendrían que estar fuera del alcance de los intereses partidistas. Por ejemplo, el Instituto Federal Electoral (IFE), el Instituto Federal de Acceso a la Información (IFAI) o la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). Las fracturas políticas que representan los partidos se han proyectado en la integración y el funcionamiento de estos órganos, que en términos prácticos han quedado sujetos a las negociaciones y el juego interpartidista. Este fenómeno se agrava por el peso creciente de los grupos de interés que han hecho de los partidos su instrumento de intervención en el proceso de toma de decisiones de gobierno. Así, el Poder Legislativo no es representativo de la soberanía popular –como debería ser–, sino de intereses particulares que se sirven de los partidos, y éstos, más que representar ciudadanos son portavoces de grupos de interés.
El desequilibrio institucional entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo nos aleja de la consolidación democrática. Más todavía porque en el Congreso algunos partidos tienen una influencia totalmente desproporcionada con su presencia electoral. Pensemos únicamente en el Partido del Trabajo (PT), o en Convergencia, que no obstante ser ultraminoritarios en el seno de la opinión, en el Congreso están en igualdad de condiciones con fuerzas mayoritarias, y pueden detener los trabajos de la Cámara o reorientarlos en su propio beneficio, y que más que representar el pluralismo político de la sociedad contribuyen a la fragmentación del Estado.