ace veinte años un muro cayó y otro se levantó. En Berlín la gente derribó un muro que había dividido un país. En Washington un grupo de economistas construyó un acuerdo en el que se establecían los cambios en la estrategia económica que debían instrumentar los gobiernos independientemente de sus condiciones particulares. Se llegó a hablar del fin de la historia y de la aparición del pensamiento único. Un poco antes de cumplir veinte años del Consenso de Washington, el muro ideológico construido para impulsar las reformas neoliberales, empezó a resquebrajarse.
La crisis desatada a partir del estallido de la burbuja inmobiliaria mostró que la historia seguía y que, además, tomaba un curso inesperado. Luego de múltiples celebraciones, en las que se afirmó que las crisis económicas como la de 1929 sólo tenían interés para los historiadores, de pronto la crisis reapareció. Economistas que habían demostrado que el funcionamiento del capitalismo era naturalmente inestable volvieron a ser leídos. Sin embargo, los ortodoxos siguieron pensando que esta crisis era consecuencia de la avaricia y de la corrupción.
Es cierto que, igual que esta crisis, hace 20 años vinieron de fuera las doctrinas que predicaban que encontraríamos la tierra prometida si dejábamos que los mercados funcionasen sin intromisiones estatales que actuaban con criterios políticos y no económicos. Aunque la crisis financiera empezó en los países desarrollados, en estos momentos se ha convertido en nuestra propia crisis, las ideas neoliberales que importamos se han convertido en teorías apropiadas por los economistas de los círculos gubernamentales desde hace casi treinta años.
En esta crisis los economistas gubernamentales ya no necesitan asesoría de los organismos financieros internacionales. Piensan exactamente como ellos. En realidad, son bastante menos flexibles que quienes formularon el Consenso de Washington. Los economistas del FMI plantearon enfáticamente que había que enfrentar la crisis con medidas fiscales: incrementando el gasto público y reduciendo impuestos, para contener la recesión. Cuando parece que la recesión ha empezado a ceder, pero el desempleo sigue creciendo, plantean que hay que mantener las medidas fiscales para asegurar la recuperación.
Las medidas fiscales instrumentadas por muchísimos gobiernos, evidentemente, han incrementado el déficit en las finanzas gubernamentales elevando el endeudamiento. Sin embargo, las prioridades son indudables: primero está la economía, es decir, la producción, el empleo y el consumo de la sociedad que se gobierna y después la salud financiera del gobierno. En esto ha consistido su flexibilización.
Nuestros ortodoxos, en cambio, mantienen que lo primero es mantener las finanzas públicas sanas, controlando el crecimiento de la deuda pública y luego está el objetivo nacional: evitar que la economía se contraiga, lograr que el desempleo aumente, apoyar a las familias que están recibiendo remesas menores o han dejado de recibirlas para que sean afectados lo menos posible.
Es inadmisible la idea de Hacienda de que, como en los tiempos del absolutismo priísta, nadie en el extranjero ni en México pueda opinar razonadamente sobre nuestra economía, ni sobre la política económica que aplica el gobierno. Cuando instrumentaron las recetas ortodoxas México era igual que cualquier otro país, de modo que desmantelaron la industria estatal, minimizaron al Estado y dejaron que las fuerzas del mercado gobernaran. Frente a la crisis, en cambio, advierten que sólo ellos saben lo que le conviene al país.
Evidentemente no es así. La estrategia económica instrumentada por los últimos cinco gobiernos, tres priístas y dos panistas, ha fracasado. Ahora lo reconocen incluso los grandes empresarios. Ha fracasado también la táctica con la que decidieron enfrentar la crisis. Desaprovecharon el auge mundial de 2003-07 y nos llevaron a una contracción económica enorme. En la gestión panista, en particular, hemos perdido relevancia mundial. Somos un país que no se considera protagonista de los próximos tiempos. Hay, por supuesto, culpables. A ellos habría que renunciarlos.