El divo
E
l poder cansa a los que no lo poseen.
El aforismo es de Giuglio Andreotti, figura clave en la historia política italiana del siglo pasado, tres veces primer ministro, dos veces ministro de la defensa y responsable en una ocasión de relaciones exteriores, quien vio interrumpida su vigorosa carrera política al ser sometido a un juicio político por escándalos de corrupción.
Apartado del poder, también lo fue del peso completo de la justicia, pues jamás respondió completamente por los cargos de asociación delictuosa y vínculos con la mafia. Su personalidad política está fuertemente ligada a la impunidad y al irreparable descrédito moral del partido de la Democracia Cristiana que gobernó Italia durante décadas.
El director Paolo Sorrentino elabora en El divo un retrato fascinante de este hombre nonagenario que aún vive y goza, como senador vitalicio, de la tranquilidad de un patriarca intocable. El actor Toni Servillo lo encarna de modo impresionante: mirada gélida y torva, espalda encorvada, gestos mecánicos y precisos, portador de sobrenombres diversos, Jorobado, Esfinge y, sobre todo Inmortal, a la manera de un Julio César.
La película ofrece la crónica de múltiples sucesos sangrientos, ajustes de cuentas y traiciones maquiavélicas, detrás de los cuales se detectaba a menudo su paternidad o padrinazgo. Su libertad de acción y la impunidad de que gozó fueron casi completas, pues según declara Sorrentino, este hombre político de la posguerra poseía el arte de saber dirigir y pasar desapercibido, según lo que más le conviniera
. Podía a la vez servir al Vaticano y ser utilizado por la mafia, aunque también lograba servirse de ellos en el momento oportuno.
Algunos medios de comunicación, debidamente controlados, habrían de disipar su posible complicidad en el aniquilamiento de adversarios políticos o en la propia ejecución por el grupo extremista Brigadas Rojas de su pretendido amigo, el antiguo primer ministro Aldo Moro. En una impresionante confesión que le arranca el director, a modo de secuencia onírica, Andreotti habla de lo necesario que puede ser el mal si se tiene en vista la consecución del bien común. Un argumento retóricamente defendido por las dictaduras, y que en el caso de Andreotti culmina, una vez más, en un aforismo: Los árboles necesitan de estiércol para poder crecer
.
Sorrentino dota a este personaje político de un aura de misterio. Se le ve por la noche recorriendo insomne y solitario las calles de una ciudad resguardada por la policía, y también sorprendido por un gato blanco que frente a él atraviesa majestuoso una sala inmensa.
Quienes hablan con él deben aprender a descifrar, en gestos apenas perceptibles, en el rostro, en las manos, su estado de ánimo y el momento en que debe terminar la charla. Es un personaje con la misma fría inteligencia que el actor Frank Langella supo capturar en su caracterización de Richard Nixon en la película Frost/Nixon.
Sorrentino ha hecho un trabajo de factura impecable, con un sólido punto de vista, y una actualidad y urgencia incuestionables.