Opinión
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Isocronías

Cartas a Chepita

E

n dos cartas del 48, ambas de julio, y en una del 49, finales de noviembre –pronto hará 60 años–, Jaime Sabines se refiere a la máquina de escribir, una cosa excelente; se puede escribir aprisa y decir más cosas de las acostumbradas. A máquina puedo contarte mucho más... aunque de verdad no tenga gran cosa que contarte, confía en la segunda misiva, que se extiende por tres páginas del libro y termina en poema, y donde no poco es citable, pero lo que a mí más me gusta es donde dice: “Los niños aprenden a decir ‘Virgen María’, yo aprendo a no decir Chepita (porque decir ‘Chepita, Chepita...’ no es nada extraordinario; lo difícil es no decirlo. Es tan duro el mandamiento del silencio).” En la primera indica: “Te estoy escribiendo a máquina –advierto– porque de otro modo no podría relatarte todas estas cosas minuciosamente. Conste.”

A pesar del aparente elogio, la verdad es que el teclado y su sonido, el de la máquina toda, mejor dicho, que para algunos sin duda tendría un encanto casi mágico de modernidad y no poco de trabajo ritual (entre los cuales me figuro, sin excesiva certeza, a Vallejo), no se puede decir que hechice mucho al chiapaneco, quien prefiere el buen pulso y trazo de su puño y letra a la hora de manifestar su emoción amorosa. ¿Y qué otra emoción que la amorosa –cierto: el aserto, aun presentado en forma de pregunta, es cuestionable– mueve la pluma del poeta, de todo poeta?

Mas la emoción recogida, preservada en estas cartas tiene una única destinataria. Y entonces es, primero que nada, íntima. ¿Qué intimidad, debe haberse planteado el poeta cada vez (tres evidentes, en más de cien ocasiones posibles) que se vio ante la máquina, puede quedar plasmada si registrada mecanográficamente?

Me quedó un poco la –muy ligera, pero– preocupación de que alguien supusiera que al yo imaginar que Jaime Sabines (arriesgo una fantasía, me parece que dije) era claro que con esa afición a la buena letra no pudiese licenciarse en medicina no me mostraba muy educado. Por si algún resquicio de duda en alguno quedara, sólo hacía una leve broma sobre la tan popular fama de mala letra que los médicos tienen, mas no sólo: intentaba asimismo insinuar un gusto –en mi percepción más bien goce– en nada criticable, por la caligrafía. Los chinos, me temo, en algo podrían apoyarme al respecto.

Pero hablábamos de intimidad. Es curioso: no conozco a nadie, y he hecho muestreos en ese sentido, que encontrándose en la calle una carta, en especial manuscrita, no tienda a leerla. Más bien, en todos los casos consultados así ha ocurrido. La curiosidad no comprometedora, aunque ociosa, se impone.

Hablo de remitentes y destinatarios por regla desconocidos. Y sin embargo algo muy escondido de pudor se experimenta al adentrarse en esos terrenos ajenos a nuestra circunstancia. Aun vuelta necesario, indispensable y muy disfrutable libro, da un poco de timidez, por lo menos a mí me dio, acercarse a esta correspondencia, cuyo no obstante joven en verdad saber (los amorosos saben), poético y vital, finalmente –y quizá autorizándonos– libera.