s sorprendente lo que un cuerpo puede lograr. En 1986, luego de que el cadáver de Alec Collett fue grabado colgado de una horca, tuvimos que suponer que este horrendo ejemplo cinematográfico mostraba, aunque su rostro estuviera cubierto, al que fue un periodista británico freelance. Los libaneses supusieron que Collett fue asesinado en venganza por la decisión de Margaret Thatcher de permitir a Ronald Reagan lanzar bombardeos aéreos contra Libia desde bases estadunidenses en suelo británico, eso es lo que sus asesinos nos dijeron. Otros tres rehenes, un bibliotecario estadunidense y dos profesores británicos, corrieron igual suerte poco después de que un avión estadunidense bombardeó Trípoli y Benghazi y mató a numerosos civiles, incluida la hija adoptiva de Muamar Kadafi.
Esta semana, con la ayuda de agentes de la inteligencia británica que no tenían por qué estar involucrados en el tema y cuya participación no ha sido explicada, recuperaron el cuerpo de Collett en el valle de Bekaa. Se han acumulado elogios lo mismo hacia los gobiernos británico y libanés, como para el secretario general de la Organización de Naciones Unidas (ONU), Ban Ki-moon. Se entiende, entonces, que el gobierno británico deja que los estadunidenses usen bases británicas para asesinar libios para que años más tarde el gobierno británico coseche la gratitud de la ONU por exhumar el cadáver de una de las víctimas.
Los detalles del secuestro de Collett, en 1985, son de sobra conocidos. Él escribía sobre el sufrimiento de los refugiados palestinos en campamentos de la ONU y volvía a Beirut una tarde de marzo cuando fue detenido por hombres armados en un puesto de control de los musulmanes chiítas del movimiento Amal (cuyo líder de entonces es ahora, por pura coincidencia, el vocero del Parlamento libanés). El pecado de Collett parece simple: llevaba dos pasaportes y en uno de ellos estaba el sello de Israel porque estuvo en campos de refugiados en los territorios ocupados.
¡Cómo ha cambiado la narrativa! No se habló en estos días de por qué el pobre Alec Collett había sido tan cruelmente asesinado. No se mencionó la decisión de Thatcher o los ataques aéreos estadunidenses o el motivo de los mismos, que era que supuestamente Kadafi organizó el atentado con bomba en una discoteca de Berlín donde murió un soldado de Estados Unidos.
De hecho, hasta la imagen de Kadafi fue retocada para esta historia de la recuperación del cuerpo; después de todo, él es ahora nuestro amigo y fue calificado de estadista
por el ex encargado del Exterior Jack Straw cuando Trípoli anunció que renunciaba a sus ambiciones nucleares. Ahora es así como tenemos que referirnos a nuestro chiflado de Libia.
Todavía más doloroso, y por lo tanto más necesaria, es esa parte de la historia que se omitió: el hecho de que las dos primeras reivindicaciones del secuestro de Collett fueron hechas por el partido chiíta iraquí Dawa, que exigió que Kuwait liberara a sus prisioneros iraquíes. Se trata del mismo Dawa que fue el cimiento del gobierno democrático y apoyado por Estados Unidos, pero cuyos miembros, en 1986, eran terroristas que combatían contra el gobierno iraquí de Saddam Hussein, entonces respaldado por Estados Unidos.
En otras palabras: Alec Collett, cuya segunda esposa vive en Nueva York y quien fue padre de tres hijos, ahora descansará en paz. Las autoridades británicas se jactan de la buena obra que fue exhumar sus restos, y esperan fervientemente que el asunto ya no sea objeto de discusión. Los demás huesos que se hallaron junto a los de Collett cerca del poblado de Ait Foujar, en el valle de Bekaa, fueron devueltos a la tierra sin ser identificados cuando se comprobó que no eran los del periodista.
Claramente la inteligencia británica no tenía ningún interés en esos restos. Pero surge la pregunta: ¿Por qué, entonces, tanto interés en Alec Collett? Como me hubiera dicho una mujer que estuvo íntimamente relacionada con los hechos que llevaron al asesinato de Collett: Cosas de este viejo y simpático mundo
.
© The Independent.
Traducción: Gabriela Fonseca.