l sexenio, igual que el de Fox, se hizo chico, encogió a la mitad del camino. Para remediar esa desagradable sensación, convenciendo a los ciudadanos de que nadie hace tantas ni tan importantes cosas como él, Felipe Calderón habla todos los días a la nación. Promueve reformas de segunda generación
antes de hacer cumplir las ya adoptadas; toma prestados argumentos de variados orígenes, lanza consignas que algún día querrían leyes. En ello hay un obvio sentido de urgencia, cierta aceleración verbal, pero algunos de sus aliados, ciertos amigos próximos a los empresarios, creen que ya se le pasó el momento para trascender. El sexenio se consumió, aunque el voluntarismo presidencial arda como nunca. (¡Qué diferencia con el antiguo presidencialismo! Entonces los años duraban lo suficiente como para transformar al desconocido que llegaba a Palacio en figura providencial, una especie de Oráculo con lugar asegurado en la historia. Algunos, incluso, apuraban hasta el último hálito el deseo de mandar, sabiendo que la gloria sexenal se esfumaría muy pronto al salir del Congreso de la Unión. Ese tempo político es muy distinto al de hoy.)
Aunque la Presidencia atribuya al exterior o la adversidad (un ramalazo del destino, la gripe, la sequía) el retraso en el despegue, lo cierto es que el gobierno panista llegó a Los Pinos sin un plan para atender los grandes problemas o, peor, creyendo que se resolvían con la bolsa petrolera y un poco más, privatizando el futuro, pero sin rascar en la herida fiscal o pensar en un golpe de timón. Eso de llamarse presidente del empleo
fue una puntada de campaña al calor del enfrentamiento con López Obrador. En verdad, ninguna de las promesas calderonistas de 2006 implicaba modificar el rumbo asumido por Fox o por sus antecesores priístas. Luego vino la guerra…
Calderón improvisa sobre la marcha, acicateado por la izquierda, a cuya extinción política dedica el mayor esfuerzo y, más adelante, por la crisis, pero en ambos casos la suya es una actitud defensiva, conservadora, indispuesta a trascender el inmediatismo. Y lo peor: tres años contra la criminalidad no han logrado crear un sentimiento nacional de solidaridad. Al contrario: la conjunción de violencia y desempleo alienta la desesperación. Mientras el gobierno libra su guerra contra las bandas (y éstas se matan entre sí) la población se siente una víctima inerme del juego brutal que la desborda. La cohesión social se erosiona sin remedio.
Al cumplirse los primeros tres años del gobierno calderonista, más allá de los males de origen que afectan su legitimidad, no hay motivo para el festejo, menos para echar campanas a vuelo, como si comenzara un ciclo de bienaventuranza. Todo lo contrario. México llega al Bicentenario hundido en cifras sobre desempleo y pobreza que pocos países logran acreditar. El anuncio de que la recesión ha terminado no se compadece del desgarro social que nos deja como legado inmediato. No es el único campo donde ubicar las marcas negativas. Además –y ése es un capítulo aparte– el laicismo ha retrocedido en todos los frentes gracias a la influencia de la coalición conservadora que ocupa Los Pinos y que el oportunismo priísta fomenta en los estados. La Iglesia católica cuela su propia moral en el ámbito del Estado, añadiendo un componente desestabilizador que pone en entredicho la ley y la historia.
Un personaje como el secretario del Trabajo asciende en la estima del público
en la medida que atiende al rencor social como resorte de sus actitudes públicas. El aplastamiento del Sindicato Mexicano de Electricista –saludada como hazaña propia por el Presidente– es negocio inconfesable, adelanto de la reforma laboral en ciernes y puesta en escena de la moral dominante, la misma que se complace en penalizar el aborto sin descuidar el castigo a los que, provistos de mínimas resistencias, se atreven a desafiar la voluntad presidencial.
Habrá quien explique la escasa eficacia de la labor gubernamental culpando
al pluralismo o a la alternancia, a los gobiernos divididos
o a las lealtades
retorcidas de los partidos, en fin, a las instituciones, pero, cualquiera que sea la hipótesis, la nuestra no es, como se presume, una democracia normal
, creíble ni predecible. ¿Cómo se debería clasificar una democracia representativa secuestrada por los gobernadores que deciden en y por sus grupos parlamentarios? ¿O esos cuyas prerrogativas se reparten como botín entre sus corrientes?
No extraña, en ese mundo desencantado, que algunas voces pidan el fortalecimiento del presidencialismo sin debatir las posibilidades de un régimen parlamentario, sin revisar a fondo el régimen de partidos actual. Pero no se acepta que el problema mayor está en la política más que en las reglas y otra vez nos veremos envueltos en un ciclo de reformas para impulsar la relección o el recorte de diputados plurinominales, como si la causa de la crisis actual se pudiera corregir enmendando una ley. Sin embargo, bajo los formulismos, la reforma electoral soñada por las elites es la que nos debería llevar al bipartidismo funcional, homologando nuestras instituciones con las del vecino del norte en ruta a la integración, dejando, si acaso, una rendija para que la izquierda
tenga cierta representación testimonial, a modo de válvula de escape.
Ésa es la perspectiva que esos sectores no pueden perder de vista a la hora de imaginar su participación en 2012. El presidente Calderón cree posible arribar a los acuerdos necesarios con el PRI para avanzar en el programa de reformas estructurales pendientes, comenzando por los ajustes electorales sin dejar de lado la reforma fiscal, la laboral y una segunda versión de la petrolera que actualice el abc de la estrategia privatizadora, todo envuelto en un discurso que, si fuera otro país, sería catalogado como populista de derecha
. Pero también es posible que los poderes fácticos ya no quieran experimentos fallidos y apuesten por diseñar paso a paso la agenda que asumirá la coalición dominante más allá de las disputas partidistas (o bipartidistas) en 2012. El sexenio se achicó. ¿Y la izquierda?