egún los resultados de la más reciente encuesta de evaluación de gobierno de Mitofsky, por primera vez en seis años la inseguridad ha sido desplazada del primer lugar en la lista de preocupaciones de los mexicanos, en esta ocasión por el desempleo. Este movimiento de la opinión recoge el impacto de la crisis en la vida cotidiana de los hogares mexicanos, muchos de los cuales se enfrentan ahora a la quinta pregunta: ¿de qué vamos a vivir? El hecho de que en el ánimo de la opinión, la seguridad haya sido relegada por el tema económico, es un indicador de la gravedad que para muchos reviste la incertidumbre respecto al ingreso familiar, pues coincide en el tiempo con algunos de los crímenes más crueles que hayan podido cometer recientemente los grupos de narcotraficantes en guerra. En el último mes han ocurrido hechos muy inquietantes, entre otros: la matanza de los jóvenes chihuahuenses reunidos en una fiesta, el asesinato de la joven sinaloense, rescatista de la Cruz Roja que murió de un balazo en la sien cuando fue utilizada como escudo de protección por un delincuente, y los rumores que han esparcido el pánico en la sociedad tamaulipeca amenazada por las acciones en apariencia erráticas de los narcotraficantes. No obstante la angustia que provocan todos estos hechos, han pasado a segundo plano frente a la emergencia económica.
¿O acaso significa este desplazamiento de la seguridad en nuestras preocupaciones que nos estamos acostumbrando a la violencia, como nos hemos habituado a la corrupción, de manera que el tema difícilmente figura en el repertorio de asuntos de interés público? ¿Debe el gobierno reconsiderar la prioridad que ha otorgado a la guerra contra el narcotráfico, a la luz de la pérdida de importancia relativa del tema en la opinión pública?
Algunos periodistas han cuestionado la urgencia que el gobierno ha atribuido al problema del narcotráfico. Se ha puesto en tela de juicio la eficacia de una estrategia que parece devorar de manera descontrolada los limitados recursos de que dispone el Estado para este combate, y que incluso lo ha ampliado hasta afectar nuevas regiones, y a personas completamente ajenas a estos ilícitos. Asimismo, hay quien duda de las dimensiones que el gobierno atribuye a las redes de producción y tráfico de estupefacientes, y llega casi a sugerir que la determinación del presidente Calderón de atacar ese problema desde el inicio de su gobierno era en realidad una estrategia de fortalecimiento político, destinada a compensar las debilidades que proyectaba una elección de dudosos resultados. Desde esta perspectiva, el objetivo primordial del combate contra el narcotráfico que emprendió Felipe Calderón cuando asumió la Presidencia de la República habría sido ganar credibilidad como jefe del Ejecutivo, y distraer la atención de la opinión pública de los problemas que acompañaron el recuento de los resultados electorales de 2006. Parece que quienes así ven la estrategia gubernamental, la reducen prácticamente a una operación de relaciones públicas.
La eficacia de la estrategia gubernamental, en particular la participación del Ejército, es debatible. No obstante sus riesgos, habría que preguntarse de qué instrumentos disponía Calderón en 2006 para enfrentar un reto cuya magnitud otros gobiernos no reconocieron, a pesar de que ya cobraba muchas vidas, había deformado la explotación agrícola en varias regiones del país, corrompido a muchos funcionarios, miembros del Ejército y de las policías, erosionado el tejido social. Por ejemplo, el presidente Vicente Fox, de triste memoria, tomó frívolas decisiones de reorganización administrativa, una de cuyas consecuencias fue el desmantelamiento de buena parte del aparato de seguridad del Estado –ya de por sí pobre, ineficiente y mal entrenado–. Durante su gobierno las operaciones de los narcotraficantes se extendieron alegremente, y convirtieron el país en un palenque para la delincuencia organizada. (Tal vez de ahí le vino la inspiración al ex presidente para convertir el Centro Fox
que quiso nacer como un claustro de estudio, en un centro de diversiones.) Lo cierto es que fue sobre todo para responder a las presiones del gobierno de Estados Unidos que, por fin, el gobierno de Fox dedicó atención al problema, aunque demasiado tarde. La primera tarea de su sucesor era reconstruir instituciones y reclutar personal especializado para asumir las tareas de seguridad pública de las que parecía haber abdicado el Estado, pues entre los descuidos de Fox y la labor destructiva del propio crimen organizado –que empezaba por la corrupción de funcionarios–, el sistema de seguridad se había colapsado. Uno se pregunta qué habría pasado si Vicente Fox y sus allegados en el gobierno hubieran tomado en serio el problema del narcotráfico, antes de que Washington se los hiciera notar. ¿Estaríamos enfrentando un problema de las dimensiones que ha adquirido en los últimos 12 meses? ¿Realmente el gobierno de Calderón puede hacer caso omiso de la guerra entre delincuentes, dejar que salden sus cuentas entre ellos, y mirar en otra dirección?
El narcotráfico es como la humedad. Se extiende primero casi imperceptiblemente y sin descanso hasta cubrir amplias zonas de la vida económica, social y política. Dejarlo que crezca como si se tratara de un asunto privado, cuyo crecimiento no es responsabilidad del Estado, es una ingenuidad, por decir lo menos. Lo cierto es que hoy en México el narcotráfico es el principal foco de inseguridad pública. La recuperación de la tranquilidad de muchas familias pasa por la extinción de esta luz perversa y cruel que distorsiona nuestra realidad. El Estado tiene la obligación de garantizar esa tranquilidad.