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EI último suspiro del Conquistador / XXVI

T

ras exponer detalladamente al almero Tomás el procedimiento para producir un esclavo, un individuo sin alma, un zombi, El Negre, en su castellano enrevesado y equívoco, dijo a su huésped:

–Palabras no meten pensamiento, pensamiento no viaja bien en palabras. El Negre sabe que tú, espejo, que tú trabaja igual. El Negre hace esclavo y tú lleva.

El Maya comprendió que su anfitrión se aprestaba a darle una lección práctica de sus artes y se horrorizó:

–Yo no he matado a nadie –previno–. Mi trabajo es extender la vida por muchos katunes, no cortarla antes de que se extinga.

–Vida, vida –rió El Negre–. Esclavos, vida. Sólo muerte momento, pero no muerte muerte.

–Y... los matas para hacerlos esclavos –reparó Tomás–. Aunque en un tiempo posterior los resucites...

–No, no. ¡No! –se animó el brujo africano; sus ojos se encendieron y Tomás sintió temor–. Esclavos no mueren, pensamiento mueren, y dar gracias siempre al trabajo de vivir. ¡Sobrino, no muerte!

–¿Cómo...? –inquirió Tomás con incredulidad–. ¿Tu sobrino es un esclavo? ¿El que me condujo hasta el valle donde ocurrió nuestro encuentro...?

* * *

En el frenesí en el que cayó tras leer que el tapón de corcho de su frasco podía ser muy posterior a la época de Cortés, y que ello haría sumamente improbable que en el recipiente se hallase el alma del Conquistador, Jacinta se enteró que Plinio, en su Naturalis Historiae, cifraba la producción original de vidrio en una época tan remota como el cuarto milenio antes de nuestra era; que, en todo caso, los egipcios lo empleaban con alguna frecuencia para enfrascar cosas, y que los romanos daban a esta sustancia forma de jarras y garrafas usadas para servir vino en las mesas, aunque para efectos de almacenamiento y transporte empleaban, en cambio, odres de cuero y, posteriormente, barriles de madera, objetos que tomaron de los galos. Pero la porosidad de la madera hacía que el aire invadiera el interior y que la bebida se agriara en cosa de pocos meses. El vidrio, por su parte, resultaba demasiado quebradizo, y no fue sino hasta el siglo XV que alguien ideó, en la Toscana, el aportar a las botellas de ese material una cubierta de paja tejida, lo que le daba resistencia a los impactos. Cuando Jacobo I, rey de Inglaterra, vetó a los fabricantes de vidrio el uso de madera –la necesitaba para construir barcos de guerra– y los obligó a operar con carbón de hulla, los hornos alcanzaron temperaturas mayores, lo que se tradujo en mezclas más sólidas de arena, potasio y carbonato de sodio, y en clases de vidrio más resistentes que pudieron ser empleadas masivamente para embotellar vinos.

¿Y el corcho? Jacinta encontró que, tal y como le había dicho su correspondiente anónimo, ese material no fue empleado de manera regular como tapón de botellas sino a partir del siglo XVII, y que ya avanzado el XVIII, la producción de corchos para sellar seguía siendo artesanal...

–¡Momento! Exclamó mentalmente Jacinta, y volvió sobre sus pasos en la lectura–: de manera regular, y eso sólo por lo que se refiere a botellas de vino, o sea que no todo está perdido...

Siguió leyendo al azar entre las decenas de páginas que había hallado en Internet e impreso sin orden ni concierto. Al fin dio con un párrafo que le devolvió el alma al cuerpo: Desde el siglo IV a. C., numerosos autores clásicos loan las particularidades del corcho, aunque el uso se limitaba a tareas modestas: flotadores para aparatos de pesca, colmenas para las abejas, suelas de zapato, tapas de ánforas o material rudimentario de construcción).

Jacinta detuvo la lectura en ese punto: la categoría tapas de ánforas bien podía incluir, pensó, tapones de frascos almarios, y se solazó por un momento con la asociación entre una ánfora funeraria y el recipiente de sus desvelos. Horas antes, le había confiscado a su mamá, Eduviges, la llave del único mueble con cerradura que había en toda la casa, la vieja credencia de la sala, y había depositado en su interior el preciado frasco.

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Se levantó del escritorio, se cercioró de tener la llave en el bolsillo del pantalón y se dirigió hacia el mueble para contemplar el trofeo. Abrió la credencia, tomó con manos amorosas el frasco aparentemete vacío y examinó a conciencia el tapón: estaba renegrido y duro por el paso de muchos años, pero observó que la porción que se mantenía dentro del frasco tenía una apariencia tersa y lozana, como si aquella pieza de corcho –sí, aquello era corcho, fuera de toda duda– hubiese sido extraída horas antes de la corteza del alcornoque. Y entonces Jacinta se preguntó:

–¿Me mintió o se equivocó ese cuate?

Siguiendo un impulso súbito, devolvió el frasco a su sitio, regresó a su recámara, se sentó frente a su computadora portátil y buscó el mensaje del hombre anónimo.

* * *

Juan Riestra era un empresario próspero que no llegaba a la treintena, padre de tres hijos y casado con una muchacha cinco años menor que él a la que embarazó por primera vez cuando ella era reina del carnaval. Era hijo de una familia acomodada de Orizaba, cursó la carrera de administración en la universidad estatal y desde antes de graduarse realizó, con apoyo paterno, sus primeras inversiones productivas en el ramo del autotransporte. Para cuando conoció a Jacinta, poseía ya una flotilla de 20 camiones de 3 toneladas que transportaban diversas mercancías entre localidad y localidad del Golfo.

Con frecuencia, sin avisar a su administrador ni a los trabajadores del propósito del viaje, emprendía giras por los diversos mercados de la región para supervisar en persona el buen desempeño de los choferes que trabajaban para él. Sabía de la práctica, común entre los operarios, de sobrecargar las unidades a escondidas del patrón para transportar, en trayectos intermedios de su ruta oficial, mercancías de procedencia ilícita, ya fuera contrabando, objetos robados u, ocasionalmente, droga, y procuraba descubrir y despedir de manera fulminante a quienes incurrían en tales actividades, no tanto por avaricia sino porque no quería verse envuelto en asuntos delictivos.

Riestra solía culminar aquellas jornadas lejos de casa con alguna aventura sexual, casi siempre de paga, aunque el desembolso no era requisito: en tres o cuatro ocasiones había seducido, con el respaldo de su pickup reluciente, su verbo fácil y su aire inconfundible de emprendedor, a muchachas de ilusión fácil y audacia en mano que compraban cosméticos y chucherías en puestos de los tianguis.

En uno de esos periplos, cuando Riestra paseaba de incógnito por el mercado dominical de Altotonga, la figura de Rufino se le metió de súbito en los ojos y en los entresijos: vio a un muchacho de menos de 20, casi indistinguible de los muchos que acudían al mercado en busca de una ocupación fugaz a cambio de propinas y morralla: moreno, delgado, de estatura media tendiendo a baja, neutro en casi todo. Pero aquel joven merolico ofrecía su mercancía con gestos corporales cargados de sensualidad y exhibía en sus rasgos una delicadeza fuera de lo común. Riestra era un hombre convencional, pero desprejuiciado y pragmático, y se sorprendió, pero no se horrorizó, con su propia pulsión erótica hacia el muchacho. Nunca antes se había sentido atraído por un hombre, pero el ramalazo de deseo no lo arredró, y decidió que esa noche trataría de experimentar algo nuevo.

(Continuará)