Los niños, creadores de la humanidad
a causa de los niños es humanista, política y romántica: es parte esencial de los derechos humanos fundamentales, en la etapa más definitoria de la vida; en lo político, la igualdad de derechos y oportunidades en la infancia es garantía primera en la construcción de la democracia. Y, por su contenido idealista y utópico, la causa de los niños pertenece al romanticismo pues, como dice William Ospina, el romanticismo no es una escuela pictórica ni un movimiento poético o musical, sino sobre todo una actitud vital y una manera de asumir el mundo y nuestra presencia en él. El momento más alto del romanticismo no ha sido –escribió Bertrand Russell– un poema ni un lienzo ni una sinfonía, sino la muerte de Byron en Missolonghi, luchando por la libertad de Grecia.
Pero ser romántico en estos tiempos puede ganarnos la descalificación y hasta desprecio de algunos intelectuales esquemáticos y aéreos, para quienes la causa de los niños es asunto menor, secundario, ¡infantil!
Sin embargo, dice Ospina, el romanticismo también es más visible ahora, no sólo como el más alto momento del espíritu occidental de los últimos siglos, sino como la tierra firme donde podría sustentarse el esfuerzo de nuestra época por encontrar alternativas a la barbarie que crece sobre el planeta. No somos mejores que los hombres antiguos, sólo hemos refinado nuestra barbarie, y el dato más crudo de ello es la vida de los niños. Grandes pensadores han mirado la utopía del mundo al pensar la infancia.
Para Albert Einstein, la palabra progreso no tiene ningún sentido mientras haya niños infelices. Karl Menninger, siquiatra estadunidense, dijo: lo que se dé a los niños, los niños darán a la sociedad. Para Rainer Maria von Rilke, la verdadera patria del hombre es la infancia. Winston Churchill afirmó que no hay mejor inversión, para cualquier comunidad, que la leche de los bebés. María Montessori aseguraba que si la ayuda y la salvación han de llegar, sólo puede ser a través de los niños, porque ellos son los creadores de la humanidad.
El futuro del mundo pende del aliento de los niños que van a la escuela, se dice en el Talmud.
Confrontar estas ideas con la miseria de nuestra infancia y con los gastos multimillonarios del IFE y de las campañas políticas hace pensar que somos la democracia
más cara del mundo, porque gastamos en parecer y no para ser. Más efectivo y democrático sería invertir parte de esos recursos en el bienestar de las nuevas generaciones.
Parafraseando a Einstein, decimos que la idea de democracia pierde sentido en un país de niños y jóvenes sin oportunidades para crecer y realizarse como seres humanos.