iesgos de la hibridación. El tema de las alianzas entre las diversas fuerzas políticas que componen la escena de los partidos ha ocupado el capítulo más reciente del gradual deterioro que define hoy a la esfera institucional de la sociedad política. Las coaliciones locales que han empezado a fraguar en varias regiones y estados la franja conciliadora del Partido de la Revolución Democrática (PRD) con ese perímetro que acota a la burocracia de Acción Nacional han provocado el revuelo que podía esperarse de la convergencia de dos formaciones que no sólo han tenido poco (o casi nada) en común, sino que han hecho de su confrontación el clivaje de su identidad política, ideológica y, sobre todo, escénica y escenográfica (un atributo esencial en la brega por el voto). Es difícil imaginar cómo gobiernos conformados por quienes están a favor o en contra de otorgar a las mujeres la libertad para interrumpir el embarazo, o de los matrimonios homosexuales, o a favor o en contra de aumentar impuestos y el gasto en educación pública, o de la intervención del Ejército en la lucha contra el narcotráfico, podrían llegar a acuerdos para volver eficientes las labores que tienen ante sí administraciones locales asediadas por la incapacidad de su gestión pública, el avasallamiento de los sóstenes de la seguridad y la disminución de los recursos para garantizar los requisitos mínimos de la política social.
No es la primera vez que sucede. En Chiapas, en Nayarit y en otros estados, coaliciones similares han gobernado sexenios enteros guiadas por la retórica de que el peor de los males es un gobierno dominado por los caciques del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Los efectos y los resultados han sido disímbolos. Por lo general, la ancestral habilidad de los jefes políticos locales ha logrado capitalizar en su favor la gelatinosidad de estas alianzas para retornar el poder y recuperar el gobierno. Y por el contario, los cacicazgos han acabado fortaleciéndose. En pocas palabras, los saldos de esos gobiernos híbridos han sido inciertos: no han mejorado la eficacia gubernamental ni han disminuido el poder de las clientelas tradicionales, y sí en cambio han contribuido a desdibujar las identidades (y con ello las expectativas) de sus protagonistas. Digamos que hasta ahora, la hibridación política ha traído más facturas que dividendos. Este es el humo, ¿pero cuáles son las señales? ¿Existe acaso alguna novedad que haya modificado este panorama? Sí y no.
La designalización política. Hoy la definición del PRD como una formación de izquierda se ha vuelto cada vez más impredecible (o, si se quiere, compleja). Su retórica se acerca ya a la del nacionalismo revolucionario, y sus prácticas se asemejan gradualmente a las tradicionales maquinarias del partido tricolor. El PRD se negó a despriízarse, sin siquiera heredar el know how de los priístas para defender sus bastiones. No tiró el niño con el agua; sólo se quedó con el agua. Sin embargo, en la disputa por las identidades políticas, ocupa esa franja que ha hecho posible territorializar el imaginario público en un ámbito en torno a los paralajes definidos por la defensa de la soberanía del cuerpo: la posibilidad del aborto legal, la unión libre sin discriminación de géneros, el derecho a la eutanasia, etcétera. Y ese es precisamente uno de los distintivos de la izquierda de nuestros días. El PRD se despliega así en espacio un híbrido: una amalgama entre lo viejo y lo nuevo sin un rumbo que defina enunciados calculables. El sesgo a la izquierda está en él, digamos, latente. En esta esfera, la política de alianzas demarca un renglón particularmente sensible. Si su propósito no es (ni puede ser en las circunstancias actuales) la eficacia gubernamental, su sentido sólo puede ser el del remake (un nuevo rostro, un nuevo maquillaje) de los órdenes simbólicos en los que se anclan sus expectativas. Es aquí donde la política deviene una disputa por el signo como una práctica relevante para propiciar dividendos incluso para la propia sociedad.
El álgebra de los símbolos. El dilema central es que ese cálculo simbólico se rige hoy por un fenómeno más general, que es la implosión de la relación entre el espacio de representación y las expectativas de lo representado. En palabras más sencillas: nadie sabe ni puede saber qué representa quién dice representar una opción política. Un momento extraordinariamente delicado en procesos, como los que vivimos, de mutación institucional. Benjamín Meyer ha definido este momento, con su acostumbrada originalidad, como un proceso de desimbolización política. Una realidad que marca una ruta de máxima alerta o riesgo para la sustentabilidad de la sociedad política en general. En este contexto, una fuerza que cuenta ya con una latencia de izquierda (aunque en general no alcance su estabilización) podría acometer el esfuerzo de resistir a esta desimbolización (por su propio bien y el de la sociedad en general).
La política de alianzas no tiene por qué basarse en un catálogo de peticiones de principios. Política es política, y pedir a los partidos que no luchen por el poder equivaldría a pedir que dejaran de ser partidos políticos. La pregunta es cómo hacer de la hibridación un proceso de resimbolización que redunde en dividendos contables. Todo este dilema desemboca en medidas muy prácticas y simples. ¿Por qué no hacer de la estrategia de alianzas una umbral de negociación pública de las señales que hoy signalizan efectivamente a la esfera política? Se podría, por ejemplo, hacer depender esas alianzas de negociaciones y concesiones programáticas y fácticas. La más visible (y la más urgente) se encuentra en las iniciativas sobre seguridad pública, y que ya son un reclamo prácticamente social. Exigir que esas alianzas tuvieran como límite el compromiso de Acción Nacional (que no necesariamente del Poder Ejecutivo que hoy encabezan sus miembros) para reclamar que el Ejército vuelva a los cuarteles y cese el estado de excepción que impera en tantas partes del país podría justificar con amplitud los riesgos de la hibridación.