xisten países que siempre se verán afectados por catástrofes naturales. Chile es uno de ellos. Los terremotos y tsunamis han dejado una huella profunda en su historia. No son una excepción. Es una tragedia que se repite. El problema tiene dos caras. Una hace referencia a la naturaleza del fenómeno y la otra al contexto sociopolítico y económico en el cual se produce. Primero nos encontramos ante la incapacidad humana de predecirlos con suficiente antelación para alertar a la ciudadanía. Y en segundo lugar tenemos el grado de organización del Estado para enfrentar sus consecuencias, no importando su magnitud. Estas dos variables marcan las diferencias con relación a huracanes, tifones, heladas o erupciones volcánicas. Estos pueden predecirse con un alto grado de fiabilidad. La sorpresa no existe. El diseño de un plan de evacuación y protección civil puede movilizar y articular a la sociedad civil en la defensa de sus bienes muebles e inmuebles. Poner en tensión todas las estructuras de poder en beneficio de la colectividad aminora los miedos y puede incluso hacer imperceptible los daños causados. Educar en esta dirección es una manera de estar atentos. En esto consiste la diferencia entre unos países y otros de América Latina. Cuba representa un buen ejemplo de lo dicho. Cuando los huracanes amenazan su población, la celeridad y organización muestran su eficacia.
Ahora bien, si hablamos de hacer frente a temblores de alta intensidad su prevención tiene otra dinámica. Consiste en aplicar los conocimientos técnicos más avanzados en el arte de la construcción y la ingeniería sísmica. Edificar de manera segura y vigilar que se cumplan las normas es la mejor y tal vez la única forma de aminorar los daños materiales e impedir una hecatombe humana. En este sentido, las autoridades políticas no pueden relajarse ni bajar la guardia. Hay que estar siempre alerta y tener capacidad de respuesta. Controlar la situación o convertir la tragedia humana y el desastre natural en un sin fin de improvisaciones es la distancia que separa a un sistema político democrático de cualquier otro. Inclusive puede llegar a destapar la inoperancia de sistemas considerados fuertes y bien ordenados. Sirva como dato las repercusiones del terremoto de 1985 que afectó fundamentalmente a la ciudad de México.
En Chile, tras el golpe militar de 1973, el Estado ha sido desmantelado y sus organizaciones sociales populares perseguidas y desarticuladas. En este contexto, cualquier catástrofe natural cobra una dimensión mucho mayor. Si tomamos como ejemplo los terremotos de 1960 en pleno gobierno conservador de Jorge Alessandri, de similares características en intensidad, y el de 1971, ocurrido durante el gobierno de la Unidad Popular, encontramos grandes diferencias en la forma cómo se abordaron y en la respuesta de toda la ciudadanía. La solidaridad unió a los chilenos en la tragedia. Todos quisieron aportar su grano de arena. Trabajos voluntarios, colectas y sobretodo cooperación. No hubo necesidad de aplicar leyes de excepción, imponer el toque de queda o llamar al ejército a defender la propiedad privada
de las hoy opulentas clases dominantes chilenas surgidas al amparo del neoliberalismo.
Esta sutil pero radical diferencia marca la línea divisoria. En el siglo pasado, el Estado por vía de sus organismos públicos, asumió la distribución de medicinas, instaló hospitales de campaña, trasladó a los enfermos más graves a centros hospitalarios y distribuyó comida, agua y mantas. No hubo desmanes, ni asaltos, ni nada parecido. Existía conciencia de poseer una ciudadanía republicana que obligaba colectivamente. Las sensaciones fueron de sobrecogimiento, dolor y pesar. Si bien los más damnificados fueron, como de costumbre, las clases populares y los sectores medios, una sociedad cohesionada disminuyó el tiempo del sufrimiento. Era una forma de interpretar la desgracia. No se trataba de las pérdidas materiales y vidas humanas. Lo importante radicaba en la capacidad para transformar la aflicción en esperanza. Construir una cadena y sin fisuras. Todos se sentían parte del problema y arrimaron el hombro. También, como de costumbre, los más aguerridos fueron quienes perdieron todo o casi todo. Ellos sacaron fuerzas de flaqueza y dieron el ejemplo. Pero no estaban o se sentían abandonados, recibieron la mano amiga y el apoyo de sus conciudadanos. La respuesta fue un símbolo de unidad. Gobierno, instituciones, partidos políticos, movimientos sociales actuaron al unísono.
Hoy, tras el terremoto, no es posible articular una respuesta solidaria y eficaz. Los gobernantes de Chile sólo han podido recurrir a la fuerza bruta. El país no posee la capacidad de respuesta de antaño. Todo es diferente. Las acciones del gobierno y la oposición buscan otros objetivos. Ya no se trata de paliar los efectos humanos y sociales del sismo. Se debe afirmar y mantener una mentira, aquella que señala a Chile como un país de éxito y autosuficiente. Con este relato se quieren minimizar las consecuencias y dejar incólume los fundamentos deshumanizadores del neoliberalismo. Se recrean en su mentira haciendo disminuir las cifras de muertos, como si el dato estadístico fuese un símbolo de buena salud del sistema, restando importancia al problema de fondo. Me refiero al individualismo que se apoderó durante estos 40 años del alma de los chilenos, donde no hay espacio para la solidaridad ni la cooperación. Ahora se trata de competir en el mercado, ser un ganador. No en vano, su futuro presidente, Sebastián Piñera, adjudica su triunfo a la capacidad para interpretar el sentir del chileno medio y del cual se dice un digno representante: una buena preparación académica, una gran iniciativa personal para hacer dinero y un cierto grado, no demasiado, de vocación para ejercer el servicio público.
Seguramente, con estos dones, algunos especuladores se están frotando las manos para encauzar los megaproyectos de reconstrucción. Así, el sismo dejará pingues beneficios. Por estas razones, las autoridades políticas que gobiernan Chile sólo han pensado en atacar el problema en una dirección: declarar el toque de queda, militarizar las zonas afectadas y aplicar la ley marcial. Sin duda, al hacerlo han dejado al descubierto las contradicciones del actual sistema político chileno: sus carencias democráticas. Ojalá el terremoto sirva para desvelar la gran farsa de Chile, sustentada en un sálvese quien pueda, pero yo el primero.