ace unos cuantos días tuve oportunidad de hablar con un hombre joven, que luego de un rato de conversación me contó que él había pasado su niñez y parte de su juventud en Chiapas, concretamente en Comitán, población que recordaba con cariño y añoranza por la belleza de sus paisajes y la amabilidad de sus gentes. “Mis padres –me dijo– eran maestros que trabajaban en una escuela pública de Comitán, luego de haber pedido su traslado a aquel estado, en virtud de problemas de salud de mi hermanita que vivía enferma en el Distrito Federal, por la contaminación.
En Comitán estudié la secundaria y luego el bachillerato, la vida era tranquila y transcurría para mi familia y para mí sin problemas, hasta el alzamiento de los zapatistas, la llegada del Ejército cambió totalmente las cosas, el sentimiento dominante era de miedo, sin saber exactamente a qué. Mis padres no nos dejaban salir por miedo a que alguna patrulla del Ejército nos detuviese y pudiéramos tener problemas, algunas personas comenzaron a comentar el riesgo que tenían las mujeres jóvenes de salir a la calle y ser vistas por los militares. Se comentaban detenciones de personas a las que se les involucraba con los zapatistas por alguna simple sospecha, la gente en general prefería eludir el tema en sus conversaciones; luego de vivir un tiempo en aquellas condiciones mis padres decidieron regresar a México, yo ya no seguí estudiando, preferí trabajar pues la vida era mucho más difícil en la capital.
Aquella no era una historia trágica, como muchas otras que ocurrieron seguramente, pero me hizo pensar en lo que implica la ocupación militar en una región para los habitantes de ésta. Los soldados, con un nivel de preparación muy básico, y con características naturales de inmadurez fácilmente entendibles, constituyen riesgos sociales para la población civil de las regiones donde operan. Las posibilidades de perturbar los tejidos sociales han constituido una de las grandes tragedias asociadas a la guerra, por ello la utilización del Ejército como instrumento para combatir los niveles de delincuencia que existen en diversas ciudades y regiones del país ha constituido una muestra de la desesperación del gobierno ante su propia incapacidad, o bien un acto de irresponsabilidad suprema. Me atrevo a pensar que es un poco de las dos cosas.
De muchos años atrás, la violencia contra las mujeres en Ciudad Juárez ha sido un hecho conocido y a la vez ignorado por las autoridades locales, estatales y regionales. La existencia de organizaciones criminales que han operado en ella, con el encubrimiento de algunas de esas autoridades, no ha sido ajena al problema hoy desbordado y fuera de control. La decisión del actual gobierno de enfrentarlo mediante la ocupación de Ciudad Juárez con tropas del Ejército, estableciendo de facto un escenario de guerra que hoy se extiende a otras ciudades y regiones del país, ha constituido una medida arbitraria, torpe y desafortunada, que entre otras cosas ha dejado al propio gobierno metido en una trampa, para la cual me temo que no tiene salida.
Para la población de Ciudad Juárez y de las otras urbes ocupadas del país, la presencia del Ejército no ha traído efectos visibles en el abatimiento de la delincuencia; por el contrario, las cifras de asesinatos y actos de barbarie aumentan día con día y entre las noticias difundidas por los medios de comunicación resalta el número creciente de ex policías y ex militares vinculados a los grupos delictivos; las narraciones valientes de profesionistas y comerciantes amenazados de muerte por los delincuentes, con objeto de obligarles a pagar cuotas de protección, hablan claro del nivel al que están llegando las cosas, la imposibilidad de los jóvenes de reunirse como suele hacerse en todas partes, ante el miedo de ser víctimas de hampones y luego de autoridades corruptas, constituyen el único resultado claro y directo de las acciones instrumentadas por el gobierno.
Para las regiones del país alejadas de estos escenarios y menos contaminadas por la delincuencia, las estadísticas de la violencia ligada al narcotráfico se han convertido en parte de una realidad cotidiana, ante la cual parecemos ser más insensibles cada día, una especie de autodefensa o de aceptación de una realidad ante la cual nada podemos hacer, una especie de sopor que nos permite escuchar, sin perturbación alguna, la aparición de 20 cuerpos descabezados, sin preocuparnos en preguntar el porqué de su muerte, igual que la de algún hombre o mujer cuyo cuerpo aparece luego de semanas de su secuestro, hasta que una tragedia cercana nos sacude, o la difusión de un caso de interés para la televisión se convierte en tema de conversación. ¿Cuánta violencia más estamos dispuestos a seguir aceptando? ¿Acaso no es esto un síntoma de que algo esta mal y muy mal en nuestro país y en nosotros mismos?
Lo desafortunado del caso es que esa situación está configurando una imagen de violencia e inseguridad, comparable sólo a la de países en franco estado de guerra como Irak o Afganistán, lo cual puede dar lugar a una secuela de consecuencias económicas que serán cada día más graves, incluyendo la salida de capitales y la renuencia a invertir en un país dominado por la violencia, mientras la población juarense, al igual que la de otras ciudades, vive días de angustia y desolación en medio de una guerra a la que son ajenos, sin saber cuándo, ni cómo, los problemas serán superados.
Quizás es todo esto lo que ha llevado a algunos analistas a decir que es Juárez el tema que decidirá la suerte del actual gobierno; en realidad la afirmación tiene sentido, como lo tiene también el desprecio que parece generalizarse en torno al Presidente y a su decisión, de crear estos escenarios de guerra que parecen constituir el único objetivo de su gestión.