Gringos buenos, mexicanos malos
Destino (delictivo) manifiesto
¿Ajuste de cuentas pandilleriles?
n estricto sentido, y conforme a su historial de tendencias analíticas (que incluyen una declaración médica de gastritis crónica), el sagaz investigador de botepronto, Felipe Calderón, tenía más elementos para la suspicacia o la declaración descalificadora en el caso de los tres asesinados de Ciudad Juárez relacionados con el consulado gringo que con los jóvenes mexicanos masacrados varias semanas atrás. Arthur H. Redelf trabajaba, según testimonios difundidos por su padre mediante diversas agencias informativas, en la cárcel del condado de El Paso, y Jorge Alberto Salcido Ceniceros había sido agente de la policía ministerial de Chihuahua, según difundían anoche los portales de varios medios nacionales y estatales. Redelf estaba casado con una empleada del consulado estadunidense en la ciudad fronteriza, Lesley A. Enríquez (ambos ciudadanos del vecino país), y Salcido, mexicano, con otra empleada estadunidense de la misma agencia diplomática. En estricto sentido fueron dos extranjeros los asesinados (Redelf y Enríquez, esposos), y un mexicano, que en otras circunstancias habría sido sumado sin mayores aspavientos, casi anónimamente, a la larguísima lista de nacionales que mueren supuesta o realmente a causa de una civilmente expandida guerra
contra el narcotráfico.
No tuvo Calderón, sin embargo, tardanza ni reparo en expresar indignación y condena por los sucesos sangrientos del sábado anterior y en comprometer toda la fuerza y acuciosidad de su administración para dar con los responsables y castigarlos ejemplarmente. Rapidez y juicio absolutorio sumario que contrastan con la indiferencia condenatoria que ese mismo Felipe asume con sus compatriotas que diariamente caen a causa de balas y en condiciones escenográficas cada vez más crueles. Celeridad y benevolencia de criterio que resultan indignantes si se ven a contraluz del comportamiento de ese mismo ocupante precarista de Los Pinos cuando fueron acribillados jóvenes juarenses de entre los cuales ninguno era funcionario de cárcel o policía en activo o en retiro ni fueron perseguidos, es decir, cazados, por las calles. Esta vez no hubo la ligereza de acusar a las víctimas de haber sucumbido en un ajuste de cuentas entre pandillas (aunque la primera versión oficial apunta a que la pandilla La Línea, del cártel de Juárez, sería la ejecutora), sino una presurosa exculpación ante las ráfagas declarativas de un Barak Obama que aprovechó la ocasión para darse por enterado del horror humano que se vive más allá de la frontera, y de una Hillary Clinton que por el mundo esparce el virus del injerencismo de las barras y las estrellas.
La sudorosa exculpación felipista es, desgraciadamente, una poco patriótica forma de remachar una sentencia delictiva procesalmente infundada y técnicamente injusta contra miles de mexicanos que han muerto sin el beneficio de la preocupación de su sedicente mandatario y sin la promesa del ejercicio a fondo de indagaciones institucionales. Felipe, al exculpar instantáneamente a dos ciudadanos de Estados Unidos, está aceptando el maniqueísmo imperial impuesto: los mexicanos son los delincuentes, los gringos son inocentes; la corrupción está del lado mexicano, y cruzando la línea divisoria terrestre todo es mejor. Es decir, un mexicano muerto en el contexto fronterizo o popular debe ser, salvo que desde ultratumba pruebe lo contrario, miembro militante de los cárteles que afortunadamente se van exterminando entre ellos mismos (una versión delincuencial de la selección de las especies, según el doctor CalDarwin), mientras que un ciudadano estadunidense merece, por su mero pasaporte, una absolución inmediata y la indignación institucional. Mexicanos malos, gringos buenos; mexicanos corruptos, gringos inocentes: Felipe disfrutaba en Campeche del bautizo de un miembro de la familia Mouriño mientras en el estado de Guerrero se producían decenas de asesinatos (y se elevaba el grado del horror ejecutante: destazamientos y desprendimiento de piel facial). Felipe, que no se ha escandalizado por 18 mil muertes durante un trienio, rápidamente se mostró apesadumbrado por el ataque fatal a dos estadunidenses y un mexicano casado con una ciudadana de aquel país (el embajador de Estados Unidos en México, Carlos Pascual, fue más allá: se dijo conmocionado
por lo de este sábado).
La sumisión colonial podría tener explicación, que no justificación, si se careciera de indicios de que la corrupción no se frena mágicamente al llegar a las fronteras. Pero justamente en estos días se han dado a conocer investigaciones de autoridades estadunidenses que mencionan lo que es evidente: que el narcotráfico infiltra a policías, agentes aduanales y funcionarios de ambas partes del negocio común: tanto delinque el que mete la droga como el que acepta que entre. La corrupción que introduce cargamentos de material estupefaciente tiene obligadamente contrapartes igual de corruptas que ayudan al ingreso y no solamente eso, sino que toleran o promueven la enorme y redituable red de distribución de esas cargas tóxicas.
En otras épocas y condiciones, incidentes como el de los dos extranjeros asesinados pondrían a nuestro país en riesgo de invasiones o castigos desmesurados. Hoy no es necesario. Calderón ha abierto la puerta a la intervención estadunidense mediante la Iniciativa Mérida que, entre otros puntos, ha permitido el aumento del personal de espionaje e infiltración en Ciudad Juárez. Lo sucedido este fin de semana sólo ayudará a consolidar lo logrado por Washington y, en dado caso, a conseguir ciertas ganancias extras. Pobre México, tan cerca de Estados Unidos... y también de Calderón.
Y, mientras el escándalo internacional por los muertos VIP de Ciudad Juárez ayuda a ir sacando del escenario los episodios de las firmas de convenios inmorales y los debates legislativos vergonzosos, ¡hasta mañana, en esta columna que ve en un programa de la UNAM a Chucho Nava y César Ortega defender las alianzas impulsadas por Los Pinochos!
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