urante décadas, los gobernantes de la ciudad de México no se atrevieron a aumentar las tarifas por consumo de agua que reciben los hogares capitalinos a través de la red de distribución. Era una medida impopular. Por décadas el servicio estuvo altamente subsidiado, mientras la red no ha recibido el mantenimiento requerido ni se moderniza. Por falta de recursos, pero los podían obtener reduciendo el subsidio y siguiendo el esquema de que pague más quien más líquido consuma y tenga más ingresos, lo que protegería a las clases menos favorecidas y que reciben poco líquido y de mala calidad. Además, poniendo orden en el sistema de cobro, pues son muchos los que no erogan un centavo por el agua y, además, la desperdician.
Finalmente, el año pasado se fijaron nuevas cuotas por el servicio; sin embargo, aún no llegan a los hogares los recibos con las modificaciones aprobadas y ya hay reclamos. Justos en muchos casos, si nos atenemos a lo que exponen los quejosos.
De que habría errores al definir las nuevas tarifas, parece que están conscientes los asambleístas y las autoridades citadinas, que ahora se dicen dispuestas a atender las inconformidades y, cuando sean justas, resolverlas en favor de los quejosos. En lo que no hay duda es que en la capital de país se subsidia altamente el servicio de agua, pues se paga sólo una octava parte de lo que cuesta en realidad. Por si fuera poco, una cuarta parte de los usuarios (los hay ricos y pobres) no tiene medidor en su casa o negocio, mientras por estar en malas condiciones 500 mil medidores no registran el consumo verdadero y necesitan ser remplazados.
En el Distrito Federal deben pagar por el agua que reciben unos dos millones de usuarios, de los cuales casi un millón 800 mil son domésticos. De esta cantidad, alrededor de un millón 300 mil son del rango popular o bajo, 220 mil tipo medio y 223 mil de gasto alto. En estos cuatro rangos los asambleístas de la ciudad clasificaron a los usuarios domésticos y les asignaron nuevas tarifas. Dijeron los legisladores que determinaron esos rangos tomando en cuenta, especialmente, la ubicación de la manzana donde reside el usuario, una manera de medir el nivel económico de los habitantes de la ciudad. Pero tal parece que la metodología de clasificación (mantenida en secreto) no toma en cuenta factores como el consumo promedio de agua y que hay usuarios que viven en vecindades o departamentos de bajo costo ubicados en colonias catalogadas como de ingresos medios y altos. O calificaron como clase alta zonas de clase media. Es de esperarse que las autoridades corrijan estos errores sin que el procedimiento se convierta en una pesadilla para quienes exigen reclasificar su tarifa.
El servicio de agua del Distrito Federal es muy barato para decenas de miles y, proporcionalmente, muy caro para otros miles que la reciben a cuentagotas o de mala calidad, como sucede en el oriente de la ciudad. Cobrando poco a los que reciben muchísimo más de lo que necesitan y tienen altos ingresos, se subsidia el desperdicio, como el de los que consumen per cápita diariamente más de 600 litros y pagaban hasta el año pasado casi igual que los habitantes de ciertas colonias de Iztapalapa, Tláhuac, Iztacalco y Venustiano Carranza, donde el promedio diario por persona es de 30 litros. Además, por no recibir suficiente líquido de la red, lo adquieren caro y de mala calidad, de piperos y burreros. En la preparación de sus alimentos tienen que utilizar el agua que venden en botellones de 20 litros que cuesta entre 25 y 30 pesos.
Lo que se recaude con las nuevas tarifas es insuficiente para modernizar la red de distribución, tarea que no admite largas, pero sí para avanzar en esa tarea y mejorar el servicio, especialmente en favor de los que ahora sufren privaciones todo el año. Se espera también que el aumento de tarifa haga que miles de usuarios, que hoy desperdician el agua, la utilicen más racionalmente. Y que las autoridades se decidan a poner en marcha, al fin, uno de los programas de mayor urgencia para la ciudad y toda la cuenca de México: aprovechar el agua de lluvia a fin de recargar el acuífero, cada vez más sobrexplotado, con todos los peligros que ello origina.