Con su tesitura en terciopelo, la soprano engalana La Bohème, de Giacomo Puccini
En el foso, el director italiano Marco Armilliato hizo lucir a todos los cantantes, pero sucumbió ante la intérprete rusa
Magistral, la escenografía del cineasta Franco Zeffirelli
Jueves 18 de marzo de 2010, p. 4
Nueva York, 17 de marzo. La cantante rusa Anna Netrebko refrendó su reinado: el público que colmó todas y cada una de las butacas del Metropolitan Opera House (Met) se rindió a sus pies luego de tres horas de magia nacida de su tesitura en terciopelo de soprano, en la ocasión número mil 215 en que el personaje de Puccini, Mimi, muere en escena y cae el telón de una de las obras maestras del arte operístico: La Bohème.
La señora Netrebko flotaba entre vítores y aclamaciones. Es la máxima personalidad del mundo operístico y como tal volvió a elevarse.
De sus grabaciones discográficas y los varios y preciados documentos en dvd, el mundo sabe de su elevada calidad y portento artístico. En vivo es como un sueño: su voz pastosa, mecida en la genealogía incomparable de las voces rusas que tienen en su registro grave insondables misterios y encantos de ensueño, contiene en su pecho manantiales de poesía.
Un agudo de Anna Netrebko en vivo vale por mil géiseres tibios, una lluvia de flores de jacaranda, el misterio que devela un amanecer. Transcurre el minuto 21 del total de 181 que dura la representación y en cuanto hace su aparición en escena la Netrebko todo cambia: es efectivamente una aparición, blanca y tibia.
Desde sus primeras emisiones canoras, el portento es impresionante. Termina su primera aria, Mi chiamano Mimi, y el teatro se viene abajo en aplausos y gritos de júbilo imprecatorio: ¿cómo es posible tanta belleza en una sola persona? Bella de voz, bella de cuerpo, hermosa su presencia de espíritu.
Batuta al servicio de su majestad
Desde la fila tres del Metropolitan Opera House se percibe su respiración tranquila y en cuanto interviene en la acción escénica inhala oxígeno y exhala polvo de oro como en un óleo de Gustav Klimt. Desde aquí se percibe el olor a biblioteca de las partituras color del tiempo sobre los atriles de los músicos en el foso, a milímetros del espectador: ocre, solfas negras sobre fondo amarillento. La Historia.
Al paisaje consabido de una representación operística, en los pasillos y en las butacas se sucede, luego de increíbles streep teases civiles, pues afuera llueve a cántaros y el viento frío obliga atuendos duros, pero teatro adentro la temperatura y la ocasión ameritan hallar un rinconcito entre los mármoles para realizar una estupenda transformación, el desfile de pieles de animales convertidas en atuendos, joyas que tintilan sobre escotes y cuellos, cuerpos jóvenes femeninos en diminutos vestidos de noche, los clásicos japoneses en primera fila, pero también jóvenes que ponen el toque de frescura, desfachatez e informalidad entre tanta pompa y circunstancia.
Eso sí, público conocedor, experto, que pica, lica y califica: el aplausómetro mueve sus momios hacia la Reina Netrebko, en segundo lugar para la deslumbrante puesta en escena y en especial la escenografía del segundo acto y en tercero para los subsecuentes roles protagónicos: la soprano gringa Ruth Ann Swenson supera en su Musetta al tenor polaco Piotr Beczala (Rodolfo), casi alcanzado por el colmillo y la garra de un veterano de primer nivel, el bajo Paul Plishka (Benoit).
A la batuta, el italiano Marco Armiliato luce su vasto conocimiento de esta partitura, que marcó por cierto su debut hace ayeres, pretérito pletórico que compartió con los fabulosos conciertos que brindaba don Pava, es decir, Luciano Pavarotti.
En el foso de la Metropolitan Opera House, el maestro Armiliato hizo lucir a todos los cantantes, tomó el control de todas las acciones, pero fue evidente que en cuanto Anna Netrebko estaba en el escenario, Armiliato ponía su batuta al servicio de su majestad rusa: ella era quien dirigía en realidad, con la simple y potente emisión de sus irresistibles encantos canoros.
Aclamación y asombro
La escenografía y la dirección escénica de esta producción especial del Met para La Bohème son creación de una leyenda: el cineasta Franco Zeffirelli, maestro de la magia actoral, genio de la puesta en vida de todos los misterios de la ópera.
Si bien la buhardilla del primer acto y el desplazamiento teatral de todas las acciones que allí suceden vuelcan maravillas una tras otra, y si bien hubo magia en la danza de los copos de nieve (Snowflakes are dancing, diría Debussy) del tercer acto, en cuanto se levanta el telón para el segundo acto todo el público exhala en unísono una aclamación de asombro estupefacto: uno tiene la sensación de que puede subir al escenario y recorrer las calles, subir las pendientes, escalar balcones, vivir el pleno realismo con el que el maestro Zefirelli reprodujo el Bario Latino de París.
Vaya, era tal el realismo que lo más natural resultó que Musetta (Ruth Ann Swenson) entrara a escena sobre una carroza tirada por un caballo de verdad. No sólo eso, Franco Zeffirelli se tomó la licencia poética de hacer un guiño a la escena capital de Madame Bovary, con todo y el descenso a piso desde la carroza del pie de Ruth Ann (Emma Bovary) enfundado en sensual zapato rojo, para cantar su ya clásico Vals de Musetta.
El tenor polaco Piotr Beczala también impresionó al culto público neoyorquino, pero no logró borrar la impronta que dejó en este papel operístico el tenor mexicano Rolando Villazón (La Jornada, Disquero, 27/02/10), quien ya anunció su retorno triunfal, como también hizo aparición clamorosa otro tenor mexicano que es igualmente un príncipe en el mundo operístico de hoy día, el maestro Ramón Vargas.
Pero esa será otra historia de Nueva York.