unque muchas personas anticuadas disfrutamos del lenguaje en los diálogos cuando es bello o ingenioso o nos toca alguna fibra interior y nos interesamos por las historias que se nos narran en un escenario, también podemos encontrar placer –en mi caso confieso que es mucho menor– ante las imágenes y los juegos de pirotecnia que las nuevas tecnologías ofrecen. Es decir, logramos olvidarnos un tanto de lo que el teatro ha sido durante siglos y tratar de ver con ojos menos viejos lo que se nos ofrece en escena, en este caso Hey girl! del muy connotado realizador italiano Romeo Castellucci al frente de su grupo Societas Rafaello Sanzio que se presentó dentro del Festival de México. Lo que vendría a ser muy discutible es la declaración de Castellucci en la entrevista que Ángel Vargas le hizo en estas páginas: En esta época, en que predomina la imagen sobre la palabra, el teatro es una confrontación real con la sensación que el espectador tiene de su propia vida
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En verdad, el buen teatro –empezando por los clásicos– siempre ha sido eso, pero si a lo que el creador escénico se refiere es al predominio de la imagen, resulta un tanto arriesgado decir que eso es el teatro, porque en los tiempos post posmodernistas los caminos del teatro son muchos y desde hace un largo lapso no siempre se siguen los modelos de narración aristotélica, en la constante búsqueda de nuevos horizontes, uno de los cuales puede ser el propuesto por la Societas Rafaello Sanzio, con lo que todos quedaríamos satisfechos. Por ello se debe intentar ver lo que se nos ofrece y no lo que se nos niega en este espectáculo.
Se supone que Hey girl! es el viaje exterior e interior de una muchacha desde que se levanta, y fue concebido por el autor al ver a un grupo de mujeres jóvenes que tomaban cada una un autobús diferente hacia su destino. Ese camino diario puede ser lo que se nos quiera mostrar, pero escénicamente también la desvinculación del grupo de muchachas sugiere la desvinculación de las acciones de la protagonista en lo que Castellucci llama drama del gesto, estando el gesto desprovisto de todo sentido. El viaje interior de la muchacha, interpretada por Silvia Costa, está sembrado de iconos femeninos, como Juana de Arco, la Virgen y Julieta y hace referencia a las cabezas –la cabeza agigantada de la actriz tras recibir una golpiza se relaciona con las que yacen en el suelo– de un gran número de reinas decapitadas, lo que podría ser una guía, si las hubiera en este mundo que se emparenta al surrealismo, para seguir un hilo que no conduce a nada.
La utilización de efectos visuales, rayos láser, máscaras y esculturas (de Plastikart e Istvan Zimmermann) dan lugar escenas visualmente bellas o tan poderosas como la del nacimiento de la chica que a mi ver no es igualada por ninguna otra posterior. La iluminación de Giacomo Gorini da tonalidades pictóricas al cuerpo desnudo de la actriz o juegan con la pintura fosforescente que la protagonista, ya en camiseta y jeans, pintó en el cuerpo también desnudo de Victorine Mpute Livoza, cuando ésta realiza una espectacular danza. El diseño sonoro de Scott Gibbons, autor de la música original, llega a deliberados extremos irritantes en algún momento como el de la indecisión de la protagonista para seguir un camino deliberado cuando las dos letras se encienden en ambos extremos del escenario, correspondiendo con el estado interior de la muchacha, que transita todo el tiempo de la calma casi gozosa del principio a arrebatos de ira en el rechazo al maquillaje. Nada de esto parece significar algo, ni ese sería el propósito de esta escenificación que no puede ser descrita en términos cartesianos, sino que se inscribe en el efecto de variadas sensaciones producidas por el cuerpo humano traspasado o apoyado por tecnologías de punta en la actualidad (y escribo la palabra actualidad de propósito para subrayar mi convicción de que la rapidez del avance tecnológico puede convertir en obsoletas búsquedas como la presente de nuevas ropas del teatro, por interesantes que sean, mientras la palabra permanece durante siglos).