El secreto de la poza
o mismo que las frutas y las flores, las historias que se contaban en mi familia tenían sus temporadas. En las de verano los protagonistas eran gambusinos, exploradores ávidos sobrevivientes de la sed y la inclemencia del sol. En los relatos que solíamos oír durante el otoño los personajes eran árboles que al ir perdiendo su follaje revelaban su naturaleza secreta y mágica. Aligerábamos las noches de invierno escuchando las aventuras de seres sobrenaturales surgidos de las entrañas de la noche.
Nadie seleccionaba el repertorio oral ni pretendía medir las dosis de realidad o de ficción. Las historias iban apareciendo con naturalidad, según las variaciones de la luz, el viento, la temperatura.
II
Recién casados, mis padres se mudaron del pueblo a la ciudad. Entre sus pertenencias llevaban aquellas narraciones que habían comenzado a urdirse en la casa de mis abuelos paternos mucho antes de que mis padres contrajeran matrimonio y de mi nacimiento. En mi infancia las oí muchas veces. Tal como entonces, hoy recobro la que siempre escuchaba, a comienzos de la primavera, en labios de la prima Estela:
“Mi abuela paterna, Daría, jamás se permitió mentir y menos en un documento firmado por ella. A mediados de febrero recibimos una carta en donde nos contaba algo insólito: la primavera se había adelantado, el clima era delicioso y por todas partes se apreciaban los brotes de nuevas floraciones.
“En las últimas líneas mi abuela nos reprochaba que hubieran pasado cuatro años desde la última vez en que la habíamos visitado. El ya próximo santo de mi padre era una buena oportunidad para enmendar esa falta. Imposible negarse. Mi papá arregló todo lo necesario. Viajaríamos en tren, de noche para ganar tiempo e ir más cómodos en la segunda clase con bancas corridas pintadas de verde.
“Contra lo que él había supuesto encontramos los andenes atiborrados de familias. Cargado de bultos, sonriente y al mismo tiempo descortés, mi padre se apresuró a subirnos en el vagón para conseguirme un lugar junto a la ventanilla. A esas horas era poco lo que podría ver, pero aun así me pareció maravillosa la posibilidad de asomarme a la oscuridad.
“Pasados los primeros minutos del viaje poco a poco fue imponiéndose la quietud en el vagón. Confundidos con el silbato de la locomotora y el estruendo de las ruedas deslizándose sobre los rieles se oían llantos infantiles aislados, toses, fragmentos de conversaciones en voz baja: Es increíble que después de tanto tiempo doña Daría no se haya resignado, escuché decir a mi madre. Sentí curiosidad pero como en aquella época no estaba permitido que los niños nos metiéramos en las conversaciones de los mayores, me quedé callada.
“Conforme nos alejábamos de la ciudad las estrellas en el cielo se hacían más visibles. En medio de mi inútil afán por contarlas miré reflejada en la ventanilla a una niña de lentes. Me volví a tiempo para verla dirigirse hacia el fondo del vagón.
“Fue una noche larga. A ratos me dormía. De los breves sueños despertaba sobresaltada. Estírate un poquito, era el consejo de mi madre.
Con nuevas fuerzas volvía a mi intento por contar las estrellas a través de la ventanilla. El vidrio, contra la oscuridad, tenía el efecto de un espejo. En él vi aparecer otra vez a la niña de lentes.
“De pronto la marcha del tren disminuyó hasta que al fin se detuvo en Empalme. Varias familias descendieron allí. A partir de ese momento dispusimos de más espacio en el vagón. Muchos viajeros aprovecharon para tenderse y dormir con sus suéteres o chamarras bajo la cabeza. Yo me apoyé en el hombro de mi madre y me dormí derrotada por las estrellas incontables.
III
“Llegamos al rancho el l8 de marzo, justo para el santo de mi padre. La belleza del campo era otra prueba de que mi abuela Daría no se toleraba mentir. Dichosa de vernos otra vez reunidos, nos asignó un cuarto impregnado con el olor de los membrillos. Después de la cosecha el fruto se almacenaba allí para venderlo o hacer jaleas deliciosas.
“Mis tías consideraban que su obligación como anfitrionas era organizarnos un programa de actividades para que aprovecháramos las cortas vacaciones. Ya nos tenían dispuestas visitas a las huertas y paseos por los alrededores.
“La primera vez que estuve en el rancho yo tenía cuatro años. Sólo recordaba de aquella estancia el columpio en un árbol, el piquete de una avispa y una poza muy grande rodeada de vegetación. Les pregunté a mis tías si era posible que fuéramos allá. Noté que todas miraban a mi abuela Daría, como pidiéndole autorización. Ella dijo algo que en aquel momento no entendí: No, de ninguna manera. Esa agua es mala. Por el silencio que guardó todo el mundo me di cuenta de que no debía insistir. Mi padre notó mi desencanto e intervino para que mi abuela accediera a la celebración en el bosquecillo cercano a la poza, bajo promesa de que me mantendría lejos de sus bordes.
“Al día siguiente festejamos el santo de mi padre. Mi abuela le regaló un sombrero, mis tías un chaleco tejido, mi madre un juego de pañuelos y yo una piedra que encontré entre la hierba. Al verla mohosa y húmeda mi abuela me la arrebató. No sabía que ella pudiera descomponerse tanto y me asusté. Mi madre se apresuró a calmarme y me invitó a que recogiéramos maravillas: unas flores en forma de campana, entre azules y moradas.
“En cuanto estuvimos solas mi madre me explicó algo que ignoraba: de niña, durante un paseo por el campo, la hermana menor de mi abuela se había ahogado en la poza. Nadie encontró el cadáver. Mi abuela odiaba aquellas aguas que mantenían prisionera a su hermana.
“Mi madre me pidió que no repitiera nada de lo que me había contado. Más tarde, me pasé todo el tiempo de la comida mirando hacia el agua. Disimulaba el ansia de llorar. Sentía una profunda lástima por aquella niña muerta a mi edad de entonces, ocho años, y prisionera de la poza durante tanto tiempo.
“Pronto relegué aquella historia. En todas partes encontraba cosas insólitas y divertidas: hojas, piedras, insectos de raros colores, telarañas. Dentro de la casa, aunque era muy pequeña, vivía nuevas aventuras a través de los cuartos. Sobre todo en los cajones de los muebles hallaba siempre algo atractivo: juguetes viejos, retazos, muñecas con carita de cera, carretes de hilo, llaves enormes y fotografías sueltas o coleccionadas en álbumes. En sus pastas desgastadas podía leerse el paso del tiempo más que en las fechas escritas entre flores.
IV
“Las vacaciones llegaron a su fin. Mi padre, que había pospuesto el encuentro con sus antiguos conocidos, se apresuró a visitarlos. Mis tías y mi abuela se dedicaron a prepararnos canastas con fruta, frascos de miel, tarros de mermelada, especias, pinole y todo lo que mi abuela creía que era imposible conseguir en la ciudad.
“Nadie tenía tiempo para compartirlo conmigo y, aunque no me lo dijeran, en todas partes estorbaba. Me sentía extraña: ansiosa por volver a mi casa y triste porque iba a dejar aquellas tierras. Le confesé a mi madre mi aburrimiento. Ponte a hacer algo y verás que se te pasa, me aconsejó con su impecable lógica.
“¿Pero qué? Ya había descubierto los secretos de todos los rincones y el contenido de todos los muebles, excepto del ropero. Giré la llave. El olor a creolina me picó la nariz como si todos los objetos guardados en él quisieran alejarme. No cedí. Entre la ropa blanca de mi abuela encontré un misal con las cubiertas de concha, paquetes con botones, frascos de perfume vacíos, recetas, sobres y un álbum que aún no había hojeado.
“Cuando lo abrí escapó de sus páginas una foto. Al levantarla reconocí enseguida a la niña de lentes que había visto reflejada en la ventanilla del tren. Oí pasos y devolví la foto a su escondite.
El viaje de regreso a la ciudad lo hicimos también de noche y en el tren. Me pasé todo el tiempo pegada a la ventanilla. Esta vez no pretendía contar las estrellas en el cielo. Ansiaba ver reflejada, libre por un instante de su sepulcro de agua, a la niña muerta en la poza.