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Ver día anteriorDomingo 21 de marzo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Cine mexicano: ¿realmente somos lo que hay?
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Carlos Carrera, director de De la infanciaFoto Arturo Campos Cedillo
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on el propósito de hacer de México, en los momentos de su mayor crisis institucional y económica, la capital cinematográfica de América Latina, el gobierno federal anuncia en Guadalajara nuevos incentivos fiscales que consisten en devolver a las empresas cinematográficas 7.5 por ciento en efectivo de los gastos comprobables que hagan en México (nota de Juan Carlos Partida, La Jornada, Jalisco).

El apoyo tiene sin embargo una limitación importante: está enfocado a las producciones cinematográficas de alto presupuesto, ya que son las que generan una mayor derrama económica y fortalecen la posición de México en la industria internacional. En otras palabras, favorece a las cintas probadamente rentables y deja una vez más a su suerte –en la competencia desigual con el mercado estadunidense– al cine independiente de bajos recursos y de indiscutible vocación artística.

Al finalizar el FICG el balance de las ocho cintas de ficción seleccionadas es al respecto elocuente. El apoyo fiscal no ha favorecido necesariamente un aumento en la calidad artística de las nuevas producciones. Antes bien lo contrario. Persiste una asombrosa fidelidad a melodramas tremendistas sobre disfunción familiar, prostitución y degradación urbana, con reiterados tributos al cine de José Estrada (El profeta Mimí), Jorge Fons (El callejón de los milagros), o Arturo Ripstein (El evangelio de las maravillas), en las nuevas cintas de Ignacio Ortiz (El mar muerto), de Carlos Carrera (De la infancia), de Juan Carlos Carrasco (Martín al amanecer), sin la inquietud de una renovación temática o estilística.

El cine mexicano, cabe pensar, apuesta al inmovilismo y al reflejo nostálgico como únicas maneras de interpretar una realidad social que parece haberlo rebasado. El problema no es la factura de las cintas, en los casos mencionados muy correcta, sino la renuencia a explorar nuevas vetas narrativas, a tomar distancias con la obsesión de contemplar la figura femenina como irrecuperable guiñapo humano (depósito de perversión o de dolencias morales), complaciéndose también en el dudoso lirismo oscuro de ciudades apocalípticas, vueltas basureros, donde los seres humanos se envilecen al lado de las ratas.

La miseria innegable de un país colapsado no tendría que ser, en definitiva, el único espectáculo digno de ser registrado por la ficción fílmica. De eso se encarga, de otra manera y con mayor honestidad y acierto, el documental mexicano. Pero eso es lo que hay, parecen responder los cineastas, y de esa miseria social están hechas desde hace mucho tiempo nuestras historias. Así lo subraya también el título de la cinta más desafortunada del evento, Somos lo que hay (Jorge Michel Grau), historia de canibalismo llevada a los extremos del humor involuntario.

En De la infancia, Carlos Carrera construye con un vigor digno de mejor propuesta una historia de violencia intrafamiliar, acudiendo a técnicas de computación para recrear una fantasía infantil en medio de un clima de apocalipsis. En Las buenas hierbas, María Novaro da la espalda al caos citadino y se refugia en las fantasiosas maneras de sobrellevar una desgracia familiar, en una cinta desigual y bien intencionada, cuyo centro es la figura de Ofelia Medina.

La herbolaria alivia hoy los males, como en el pasado los aromas culinarios de Laura Esquivel (Como agua para chocolate) sazonaban los goces eróticos y hacían olvidar las desdichas amorosas. A lado de esta evasión al eterno jardín del edén, asistimos a otras fugas, ya sea en la fantasía futurista de Rodrigo Ordoñez, Depositarios, cinta plagada de caprichosas ocurrencias en torno a los peligros de la manipulación genética, o en la búsqueda infructuosa y el proceso de duelo juvenil en Cefalópodo, de Rubén Imaz, un cineasta que en su estupenda crónica doméstica Familia tortuga mostró más consistencia que en este lánguido viaje interior sin mayor intensidad dramática.

Quien sí parece haber dado un buen salto en la narración y en el registro humorístico es el joven Nicolás Pereda. Su película Perpetuum mobile es un relato desenfadado e incisivo sobre una picaresca urbana en el medio del transporte de mudanzas. Frente a la retórica ampulosa de algunas cintas presentadas y la terca vocación de inmovilismo, cuando no de involución en las temáticas, lo que propone Pereda en su película es, desde su título, un fuerte desmentido a la fatalidad que pesaría sobre el cine mexicano, el cual puede en efecto ser mucho más de lo que hay en estos momentos.

Perpetuum mobile conquistó en el FICG el premio a la mejor película de ficción.