a conformación derechista del sistema mexicano fue un proceso lento, guiado y consistente. Poco a poco las cúpulas públicas, en sus variadas versiones, fueron remplazando los remanentes con perfiles nacionalistas heredados de la pasada Revolución. La sustitución no cayó en contemplaciones: fue directa, abarcante e insensible a famas, intenciones justicieras, apoyos ciertos, méritos individuales o de grupos El viejo directorio inició así su etapa de destierro sin causar disturbios o tajantes oposiciones, simplemente fueron esfumándose para gozar de lo obtenido y recordar glorias. Los demás, una capa de funcionarios y políticos de menor talla, se subordinaron ante una camada de jóvenes y ambiciosos tecnócratas adoctrinados en el exterior, curas rellenados con prebendas, empresarios de gran tamaño en control de centros neurálgicos y una obsequiosa madeja de difusores y consejeros a su servicio.
Durante el sexenio de Luis Echeverría el recambio generacional del directorio se hizo notorio. Hombres y mujeres con formación administrativa y financiera empezaron a orientar y hacer ejecutar las decisiones clave del país. Los sucesivos gobiernos priístas impusieron el carácter neoliberal al poder mediante al ajetreo de sus figuras salidas de la matriz burocrático-hacendaria. Y en adelante, todo se tiñó con los ribetes y esencias de una derecha sin ideas originales y miras estrechas, compulsiva en su afanes de entrega disfrazados de eficiencia y con pulsiones de lucro instantáneo sin medida. La confluencia desvergonzada entre lo privado y lo público ha sido un ir y venir con amplios carriles para los trasiegos de los traficantes de influencias, los negocios al amparo del poder y el ascenso a la fama de los escogidos por el sistema.
Ningún sector de la actividad política quedó sin ser tocado por ese proceso derechizante. Aun los entronques críticos, los reductos académicos, sindicales o partidistas con posturas de izquierda fueron combatidos hasta la represión violenta o anexados a sus filas de apoyo en la retaguardia. El amplio segmento productivo quedó en las codiciosas manos de una derecha empresarial que se nutre con lo más conservador y reaccionario del repertorio más tradicional. A medida que aumenta la concentración de la riqueza en pocas familias, empresas y organizaciones, más se endurecen los ímpetus para uniformar conductas y opiniones del entorno social. La disidencia se desprecia y estigmatiza con sobrenombres tontos, pero útiles: populistas.
El campo, antes sostenedor del crecimiento económico, se desmanteló con una consistencia digna de las mejores causas. Una obediencia ciega a las consignas de un modelo globalizador dominado por el mundillo financiero especulador. La abundante mano de obra que lo trabajaba fue dejada a la vera del destino. Sus remanentes forman las trashumantes legiones de trasterrados que habitan las barriadas y ciudades perdidas. Los más osados emigraron para emplearse como fuerza semiesclava en actividades agrícolas y de servicios en Estados Unidos.
La corona del estamento derechista que controla las decisiones vitales se forjó con instituciones de justicia cooptadas sin el mínimo decoro y medios de comunicación con sus adláteres de la llamada opinocracia. Un cerrojo de simple carácter y continua operación de soporte y legitimación. En ellos ha sido depositada la tarea final de orientar la conciencia colectiva y defender, con apariencia de legalidad e intensa propaganda, las más extremas de las posturas e intereses de la derecha. Se entronizó así el largo, cruento y penoso periodo decadente que vive la República. Los sucesivos intentos de los gobiernos panistas se han perdido en la ineficiencia más torpe, corrupta y ruidosa. El desperdicio de los recursos ha sido su bandera distintiva.
A pesar de las reformas que el proceso democrático ha recibido en su versión electoral, su normalidad adolece de serias fallas, todas convenientes para la continuidad del sistema establecido. Una es de carácter estructural: su incapacidad para aceptar el triunfo de una opción salida de la izquierda. En dos ocasiones, a escala nacional, se ha truncado, mediante abiertos fraudes, que un candidato propuesto por agrupaciones y partidos de izquierda ocupe la Presidencia de México. En ambas ocasiones las fechas de tales fenómenos han permanecido como referentes en el imaginario colectivo: en 1988 con el ingeniero Cárdenas y en 2006 con Andrés López Obrador. Ambos líderes han vencido resistencias instaladas y forzado al poder en varias de sus modalidades para ocupar el lugar que sus opciones para conducir los asuntos públicos merecían. Han sido acompañados, en sus empeños de cambio, por sendos movimientos masivos de insurgencia electoral. Sólo la manipulación, las trampas más abyectas y la confabulación de aquellos que han debido resguardar (pero traicionaron) la voluntad popular, torcieron el rumbo de la historia reciente.
La derecha, encaramada en el poder, ha hecho nugatoria la voluntad popular. En tales ocasiones ha echado mano de cuantos mecanismos, instituciones y normas se requieren para dar apariencia de legalidad a los designios previos de sus más altas cúpulas decisorias. Nada ha quedado a salvo de la conjura. Una vez para sentir, como afirmó Miguel de la Madrid, que sería irresponsable entregar el poder al ingeniero Cárdenas. En el otro caso para evitar, a como diera lugar y sin escatimar recursos, que el país cayera en las manos de alguien catalogado como un peligro inminente. En ninguno de estos cruentos episodios para la vida democrática se tuvieron en consideración la capacidad personal mostrada por los candidatos para llegar a ser efectivos conductores de la nación. Menos aún su oferta programática y la independencia de sus posturas, siempre enfocadas en la justicia distributiva. De poco sirvió la masiva confianza ciudadana demostrada en las dos campañas. Todo se dirimió en la oscuridad y entre los pocos que tienen el poder de someter a los muchos a sus designios e intereses. El año 2012 no prefigura sino el intento adicional de idéntica continuidad, pero que, ahora parece, ya no da para más.