esde hace más de un año hemos venido advirtiendo, en nuestras colaboraciones, un creciente deterioro en la conducción pontifical y hemos narrado críticos episodios sucesivos que han venido erosionando la potestad del Papa.
La gestión de Benedicto XVI, justo a cinco años de su asunción, atraviesa su peor momento, uno de los más delicados jamás vividos en la historia moderna del Vaticano. El aluvión de duras acusaciones parece no cesar. El aumento de las denuncias por violencia sexual se ha convertido en un tsunami mediático que pone en cuestión todo el andamiaje y discurso crítico de la Iglesia sobre los valores y prácticas de la sociedad contemporánea, especialmente los sexuales.
Algunas argumentaciones defensivas sobre las agresiones sexuales del clero que tratan de minimizar el daño causado desde el punto de vista cuantitativo y comparativo, sin duda muestran una estrategia errónea que ha provocado mayor indignación, especialmente entre las víctimas. También se ha recurrido al desgastado argumento del complot y las conspiraciones internacionales de judíos neoyorquinos y de masones washingtonianos, que resultan poco convincentes como explicaciones centrales para entender la extensión y alcance mundial de las altas traiciones causadas por depredadores sexuales del clero.
Igualmente, ha provocado indignación la patológica protección sistemática que la estructura eclesiástica ofreció a su clero transgresor hasta tan sólo unos años atrás. Sobre todo esa desesperante actitud a minimizar, acallar, silenciar y amedrentar a las víctimas. Las recriminaciones han llegado a tocar la puerta del propio pontífice.
Los documentos publicados por el New York Times muestran que la Congregación para la Doctrina de la Fe, el poderoso dicasterio que Ratzinger dirigió antes de ser electo Papa, no reaccionó en 1996 con la rapidez ni con la fuerza que ameritaba para iniciar un juicio eclesiástico contra un sacerdote flagrantemente delictivo.
En nuestro medio, por los testimonios directos de Alberto Athié y del fallecido monseñor Carlos Talavera sabemos que desde los años 90 del siglo pasado Joseph Ratzinger contuvo la denuncia contra el fundador de los legionarios de Cristo, argumentando que “lamentablemente el caso de Marcial Maciel no se puede abrir –dijo luego de leer la carta de Athié–, porque es una persona muy querida del papa Juan Pablo II y además ha hecho mucho bien a la Iglesia. Lo lamento, no es posible” (La Jornada, 9/10/97).
A Benedicto XVI le imputan también en su etapa de obispo, y posteriormente como cardenal, haber conocido denuncias de abusos y haber hecho muy poco; sin embargo, en su defensa, el cardenal de Austria, Christoph Schöenborn, declaró a la BBC que fue el propio Juan Pablo II quien frenó una investigación de Ratzinger en los años 90, para evitar escándalos en los casos de abuso de menores dentro de la Iglesia católica y que ponían en evidencia al entonces cardenal de Viena, Hans Hermann Groer. Como sea, sin duda alguna una persona con la trayectoria y cargos ocupados por Ratzinger, lo sitúan con indiscutibles cuotas de responsabilidad; independientemente del conocimiento y rango de autoridad que haya tenido, no queda exento de la cadena siniestra de procedimientos encubridores con que la Iglesia ha manejado estos casos.
Las denuncias contra Benedicto XVI sacuden fuertemente su pontificado porque llegan en un momento de fragilidad particular y después de haber redactado un posicionamiento fuerte y crítico, aunque insuficiente, sobre el tema en el caso de Irlanda. La pregunta se condensa dramáticamente en la siguiente: ¿Siendo parte del problema, Ratzinger podrá ser la solución del mismo? Contra quienes piensan que los adversarios están afuera y son los que manipulan los grandes medios de comunicación, me parece que los enemigos más peligrosos de Benedicto XVI están adentro, en la propia Iglesia.
En estos cinco años, Benedicto XVI ha abierto varios frentes de confrontación y ha recibido fuertes presiones de los sectores fundamentalistas del Vaticano para apurar movimientos que sigan relativizando los alcances obtenidos en el Concilio Vaticano II y seguir alentando las acciones y asociaciones de agrupaciones católicas ultraconservadoras.
No obstante, en el perdón a los lefebvrianos debió enfrentar la oposición y malestar de poderosos episcopados, como el alemán, el austriaco y el francés. El caso Boffo, el distanciamiento del pontífice tras las locas aventuras sexuales del primer ministro italiano, evidenció un preocupante distanciamiento de la Secretaría de Estado con influyentes sectores de obispos italianos, encabezados por el cardenal Ruin, quienes afines al proyecto político conservador de Silvio Berlusconi, han tensado su relación con el pontífice alemán.
Hace un año, el 10 de marzo de 2009, en una inusitada carta dirigida a los obispos de la Iglesia sobre la remisión de la excomunión de obispos lefebvrianos, que desató posturas encontradas y una crisis interna, Benedicto XVI reconoció que la Iglesia vive tiempos turbulentos
donde los cristianos “muerden y se devoran (…) Se desencadenó así una avalancha de protestas, cuya amargura mostraba heridas que se remontaban más allá de este momento”.
Víctor Messori, uno de los especialistas consentidos del Vaticano, señala que frente a la pederastia el dedo acusador de Benedicto XVI no apunta hacia afuera de la Iglesia, sino sólo hacia sus hijos que la han traicionado, lo que lleva a molestias y pone como ejemplo el caso de los legionarios, sentenciando al final resentimientos: Tanto es así que entre los legionarios hay quienes sospechan que el papa Ratzinger está mal aconsejado, o incluso que forma parte de un complot contra la poderosa congregación
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Pareciera que el Papa podría estar en el centro de luchas palaciegas, vendettas y guerras de posicionamiento, como si el pacto intraeclesial que lo llevó al trono se haya fracturado o se esté restructurando. Benedicto XVI ha señalado que se va a mantener, a pesar de las habladurías
e intrigas que rodean al Vaticano; sin embargo, la pregunta es: ¿cuánta presión podrá seguir soportando la Iglesia?