n víspera de la reunión entre los presidentes de Rusia, Dimitri Medvediev, y Estados Unidos, Barack Obama, a efectuarse en Praga el próximo jueves, en la que se suscribirá un nuevo acuerdo de armas nucleares que sustituya al Tratado de Reducción de Armas Estratégicas –firmado en 1991–, el gobierno estadunidense presentó ayer su Revisión de la Postura Nuclear, documento que delinea las directrices a seguir en el manejo de su arsenal atómico. En ese texto, Washington se compromete a no fabricar nuevas ojivas nucleares, así como a no emplear las existentes contra países que no posean armas atómicas y que respeten el Tratado de No Proliferación Nuclear, circunstancia que excluye, a decir del gobierno del vecino país, a Irán y Corea del Norte.
El documento mencionado encierra elementos positivos, como la disposición del gobierno de Washington a predicar con el ejemplo en el desmantelamiento de los arsenales nucleares existentes. No puede omitirse, sin embargo, que tales anuncios coinciden con la incapacidad o la falta de voluntad del gobierno encabezado por Obama para revertir algunas pulsiones belicistas y hostiles que caracterizaron a su antecesor, las cuales constituyen un acicate para la carrera armamentista, como queda demostrado con su pretensión de instalar un escudo antimisiles en Rumania y Bulgaria, similar al que el propio mandatario había descartado en República Checa y Polonia. Es significativa, al respecto, la respuesta dada ayer mismo por Moscú, cuyo representante ante la OTAN, Dimitri Rogozin, pidió a Estados Unidos dar más detalles
de su nueva política nuclear. Un día antes, el ministro del Exterior ruso, Sergei Lavrov, señaló que su país tiene derecho a retirarse del Tratado de Armas Nucleares Estratégicas si un incremento cuantitativo y cualitativo en la defensa antimisiles estratégica estadunidense influye significativamente en la eficacia de las fuerzas nucleares estratégicas rusas
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Además, llama la atención que el documento que se comenta plantee una clara advertencia a los regímenes de Irán y Corea del Norte –pese a que no hay pruebas concluyentes de que el primero emplee uranio enriquecido en el desarrollo de armas de destrucción masiva– y no haga lo propio con gobiernos que han construido arsenales atómicos con la aceptación implícita de Estados Unidos y de Europa occidental: India, Israel y Pakistán. La tolerancia con que Washington y sus aliados se han comportado frente a los proyectos armamentistas de esas tres naciones ha propiciado un proceso de proliferación y dispersión de las armas atómicas que multiplica los factores de tensión mundial, y convierte la condena a Corea del Norte e Irán en un acto de doble moral.
Por lo demás, cabe insistir que los programas de desarrollo de armas nucleares de Pyongyang, así como los que Washington imputa sistemáticamente a Teherán, tienen como correlatos ineludibles el proceder hostil del propio Estados Unidos contra naciones consideradas enemigas
, y la aplicación, del anterior gobierno de ese país, de la doctrina de la guerra preventiva
en Afganistán e Irak. Paradójicamente, hoy es claro que la invasión estadunidense a territorio iraquí no se debió a la posesión de armas de destrucción masiva por parte del régimen encabezado por Saddam Hussein, sino a la carencia de éstas; tal circunstancia hace lógico suponer que las autoridades iraníes y norcoreanas hayan por lo menos considerado dotarse de arsenales nucleares y evitar –o al menos dificultar–, en esa medida, una eventual agresión bélica estadunidense.
Con estas consideraciones en mente, el compromiso manifestado ayer por Estados Unidos –que en principio constituye un avance inequívoco y saludable– tendría que ir acompañado del fin de la incongruencia, el faccionalismo y el doble rasero con que la superpotencia suele conducirse en lo que se refiere al desarme nuclear.