Opinión
Ver día anteriorSábado 10 de abril de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Polvo
E

l sello Planeta da a conocer Polvo, primera novela de Benito Taibo. Algunos ingredientes: el Niño Fidencio, un periodista escéptico, el primer alcalde socialista de Acapulco, un mago, un pintor, un espía, un enano Caballero de Colón, un monstruo enfermo de melancolía, una hermosa dinamitera. Con autorización de la editorial, reproducimos las primeras páginas de esta novedad bibliográfica

Me pongo ante la máquina de escribir, alumbrado solamente por la débil luz del quinqué, que arde con aceite comprado a precio de oro y que ilumina y huele mal al mismo tiempo; rodeado de una turba infame de mosquitos y palomillas, para intentar describir el campamento de Espinazo, Nuevo León, en el que hoy me encuentro. Y lo primero que viene a mi cabeza, en un susurro impertinente, es la ceceante voz del viejo cura español, habitante de mi infancia remota, reverberando una y otra vez en la altas paredes de la iglesia, contando desde su púlpito inaccesible, esa versión fatal del averno al que por nuestros pecados todos seríamos condenados más temprano que tarde: flamas, miasma, pus, hediondez, putrefacción, sanguaza, esputos, mierda, humores malditos, orín.

Ruindad en una sola palabra.

El más abyecto de los sitios que uno puede imaginar.

Ergo, estoy en el infierno.

Durante el día puedo ver cómo las centenares de tiendas de campaña oscuras se desparraman aquí y allá como si hubieran sido sembradas al mero arbitrio del azar por un jardinero loco, unas frente a otras, unas contra otras, unas sobre otras. Infinidad de jirones de tela que alguna vez fueron prendas de vestir ondean bajo un sol inmisericorde, como banderas de una armada vencida por el delirio; a la menor ráfaga de viento, las que alguna vez fueron blancas se ponen inmediatamente grises, gris rata, gris Espinazo, partículas minuciosas de esta tierra infértil que vuelan por el aire y se quedan para siempre prendadas en el género y la piel.

El polvo está allí para hacer recordar, machacona, insistente, tercamente, a todos los que malviven en el lugar, que éste es el desierto y que con el desierto no se juega.

El tren se detiene en Espinazo de camino a Saltillo. No hay estación, sencillamente se queda quieto en medio de la nada, como un monstruo herido y sibilante para escupir lo antes posible su carga de miserias humanas.

Nadie sabe a ciencia cierta si antes estaba la decena de casas que componen el lugar o las vías de ferrocarril, como nadie sabe igualmente si primero fue el huevo o la serpiente.

Las ventanillas vomitan entonces, en un brevísimo tiempo, somieres, bastimentos, ajas de madera con cafeteras y ollas ahumadas de tizne, bultos de ropa, niños y ancianos tullidos, camillas con sus locos firmemente sujetos que son transportados en volandas hasta el suelo, muletas y sillas de ruedas, gallinas y sacos de carbón, anafres, mantas, a veces hasta tinas de estaño.

El maquinista, siempre impaciente, mira el reloj de bolsillo una y otra vez y respira aliviado en cuanto se libera de su carga maldita. Arranca la locomotora, se pasa el paliacate rojo por el cuello y por la frente y no toca jamás el silbato. Aquí no hay nada que celebrar.

Deja atrás el lugar sin volver la vista.

Cuando llega a Saltillo, pide que laven con ácido muriático y agua caliente los vagones de los enfermos y noche tras noche bebe hasta perder el sentido.

Desde hace dos años, desde que empezó en esta ruta, no ha tocado carnalmente a su mujer. No quiere tener un hijo con cola de cochino. En Espinazo, en cuanto cae la tarde y supuestamente refresca el tiempo, vagan aquí y allá, entre el charco y el pirulito, los habitantes condenados a este tiempo, a esta tierra y a esos enormes males que los aquejan. Tienen la mirada vacía, los rostros ajados por el dolor y el miedo, cargan consigo sus tumores terroríficos, sus miembros inertes, sus niños babeantes, sus frascos y botes de agua bendecida, sus frutas tocadas por la mano de dios.

Caminan sin ton ni son, buscando la redención pero sin destino manifiesto. Son los pobres entre los pobres, el ejército de la nada, los herederos del apocalipsis, los pacientes de Fidencio, del Niño Fidencio, que aquí cura y sana y profesa y da los sacramentos mientras se ríe a carcajadas del mal y de los malos, columpiándose una y otra vez en un vaivén insomne que marea.

Todos vienen por el mismo motivo, en busca de un milagro. Yo, todos los días tengo más y más insomnio y más miedo.

Espinazo es conocido como el Valle del Dolor. Vaya que es cierto.