Opinión
Ver día anteriorDomingo 11 de abril de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La hora del lobo
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quí todo el mundo está alzao: así, o por el estilo, se llamaba un libro venezolano sobre la izquierda festiva, y no tanto, que se iba para la guerrilla no sin antes celebrar rumbosamente el acontecimiento en Caracas. Así podemos decir hoy de nuestro país: está alzado el narco, que se ve a sí mismo en brega de eternidad; lo están las bandas que lo acompañan, pletóricas de jóvenes sin oficio ni beneficio y comandadas por desertores bien pertrechados del Ejército, y así parece a veces estarlo el secretario de Gobernación, quien reta a los malos a enfrentar a los buenos sin embozos, les da hora y día para un duelo de hombres bragados, y mantiene así, un tanto patéticamente, la tradición bravía de algún panismo nutrido en las leyendas y los corridos de Querétaro al Bajío y sus respectivas sacristías.

Poco propicia esta situación para recibir con buenos augurios las importantes reformas constitucionales aprobadas por el Senado de la República en materia de derechos humanos. La militarización ambiente no va a ser contrarrestada por la enjundia reformista de los senadores, no sin llevar a cabo antes desde el Congreso, pero también desde el propio Poder Ejecutivo, un preciso balance de la circunstancia desatada por la decisión del presidente Calderón de hacer una guerra contra la criminalidad organizada, desplegando las capacidades de fuego de sus fuerzas armadas del brazo pero cada vez más por encima de las que la Constitución designa como las encargadas de cuidar el orden público en tiempos de paz.

Esta insólita campaña por el imperio de la ley, que atropella lo que de este imperio nos dejó el gobierno de la alternancia, se ha apoderado del centro de la escena política (y jurídica) nacional. Como se recordará, desde su toma de posesión aquel infausto gobierno violó varios ordenamientos constitucionales y entregó el poder violando otros más, y sin querer queriendo impuso una pauta de conducta que contaminó vastas franjas del quehacer político e institucional del país. Ahora, esta pauta ha puesto contra la pared al régimen de garantías previsto por la Carta Magna y, en consecuencia, también acorrala las reformas que pretenden realizarse desde los poderes del Estado para adecuarlo a la legislación internacional y, sobre todo, a las complejas y peliagudas necesidades de nuestra época.

No se trata, desde luego, de poner reparos al empeño de los senadores de todos los partidos que encuentran en el tema un alentador punto de confluencia. Bienvenido el proyecto y aun el resultado a que pueda llegarse de modo congruente después de que el constituyente permanente diga lo que deba decir. Mucho menos debería empezarse esta jornada arrojando sombras de duda sobre su uso, como para mi consternación parece haber hecho la señora Ibarra de Piedra, quien el jueves habría declarado que la reforma tiene aspectos positivos, pero le preocupa que se convierta en una pantalla que oculte una realidad represiva y autoritaria (La Jornada, 06/04/10, p.5, nota de Andrea Becerril y Víctor Ballinas).

Más allá de la legítima duda, de lo que se trata es de avanzar con solidez en la construcción de una plataforma constitucional desde la cual el Estado y la sociedad puedan revisar a fondo sus relaciones primordiales para redefinir sus proyectos para la nación, sus regiones, sus fuerzas sociales. Es decir, la iniciativa senatorial debería abrirnos cauce para emprender la verdadera reforma política que hace falta: la del Estado en su conjunto, la del régimen político, sin duda, pero también, y sin soslayos ridículos, la de un orden económico social corroído que sólo desde el dogmatismo rupestre puede pretender mantenerse.

Para esta inmersión en nuestro adolorido y lodoso subsuelo no parece haber mejor carta de navegación que la que nos ofrecen los derechos humanos fundamentales. El reto es asumirlos como objetivo central, no sectorial y mucho menos ocasional, como suele pasarnos cuando caemos en la trampa conceptual de sectorizar lo irreductible. Y es esta oportunidad valiosa abierta por la propuesta del Senado.

Sin embargo, debe admitirse sin ambages que este empeño enfrenta hoy una abrumadora crisis de seguridad que recoge niveles insólitos de desprotección social y personal, así como la erosión de los tejidos básicos, legales y consuetudinarios, en los que hemos sustentado nuestra siempre difícil convivencia comunitaria. Diariamente, hasta volverse inercia ponzoñosa, vivimos este desastre por lo que solíamos conocer como la nota roja y hoy define las primeras planas.

Pero incluso esta inercia letal se ve alterada para advertirnos que lo peor se ha vuelto futuro, como ocurrió este miércoles, un día antes de que el Senado aprobara sus cruciales reformas. Ese día, el general Galván, secretario de la Defensa, luego de advertir que el Ejército seguirá en las calles de cinco a 10 años más, habría solicitado a diputados de la Comisión de Defensa Nacional una legislación emergente, porque en este momento los militares llevan a cabo una tarea que legalmente no les corresponde (La Jornada, 08/04/10, p. 5, nota de Roberto Garduño y Enrique Méndez).

Éste no es, no puede ser, un asunto sectorial cuya vista corresponda a la secretaría o la comisión respectiva. Aparte de general de división, Galván es secretario del Presidente de la República y el directo e inmediato responsable del cuerpo mayor donde el Estado deposita su monopolio legítimo de la violencia. Por eso, no se avanzará un ápice en la tarea de reconstruir la República como una democracia constitucional propiamente dicha, si no se esclarece el panorama desolador que con franqueza rayana en lo brutal pintó el secretario Galván, quien por eso, por ser secretario, no pudo haber hablado donde lo hizo por cuenta propia.

Debería ser la hora y la era de los derechos, pero para nosotros es, sin remedio, la hora del lobo.