n mi texto anterior hice referencia a los belgas Camille Goemans y al poeta y editor Paul Nougé, dueño el primero de una importante galería parisina, quien tuvo contrato con Magritte. El pintor y su mujer viajaron con el galerista a Cadaqués, en 1928. a instancias de Salvador Dalí, quien se encontraba en su locación predilecta. Se conocieron; lo que Magritte admiraba de su colega cinco años más joven era su técnica precisa y objetiva, no sus contenidos. Se propuso y logró hacerse de esa técnica que el catalán cultivó en Barcelona y en la Academia de San Fernando e igual, en buena medida, analizando cuadros de su ídolo: Vermeer de Delft.
¿Por qué cualquier imagen tiene necesariamente que representar tal o cual objeto?, se preguntaba Magritte. La intención que anima varios de sus cuadros es análoga a la de sus vocabularios llamados de sueños
: así la acacia no es un árbol, sino un huevo, la luna es un zapato femenino y el postre (Le Désert) un martillo.
Después hará sangrar la cabeza femenina de yeso en las obras alusivas a la memoria
–y a ese rubro pertenece el gouache de 1948 exhibido– cabe afirmar que la memoria hace sangrar, sobre todo si se tiene en cuenta que la madre del pintor se suicidó en 1912 arrojándose a media noche al río Sambre (algo parecido a lo que hizo en su momento Virginia Woolf). La dama literalmente desapareció de su cuarto... Su cuerpo fue encontrado varios días después con el rostro accidentalmente cubierto por la tela de su camisón, situación que él rememora en Los amantes.
Pensaba que la fidelidad sobria –diríase que impersonal, sin estilo
de la que hace gala en sus representaciones– le era necesaria para lograr sus objetivos linguísticos, y en esto hay una lógica coherente en la que las posibles modas
surreales no inciden. No fue proclive a los simbolismos, menos aún a las alegorías, ni tampoco a bucear en su propio inconsciente, a menos que se tratara de problemas idiomáticos.
Un objeto indiferente, situado en un aislamiento poco familiar, conmueve
, escribió en carta dirigida a André Souris, en 1932, añadiendo que no había algo
(interpretable) detrás de sus imágenes, salvo que tras los pigmentos estaba la tela o el papel, más atrás se encontraba la pared, de modo que las cosas que vemos impiden ver las que están tras ellas y éstas a su vez otras más. Por eso la careta máscara de 1927 tiene una oquedad que permite ver el tronco del árbol. Similar razón anima el espléndido cuadro de la caballista en el bosque La firma en blanco, de la National Gallery, de Washington.
Por medio de los títulos que adjudicó a algunos de sus cuadros, ocasionalmente pueden conocerse sus lecturas, admiraba al filósofo y matemático del siglo XVII Blas Pascal.
En el gouache del museo Tamayo, La isla del tesoro, hay mar, hay tierra, unos pedruscos y una especie de monumento constituido por los híbridos de palomas-hojas que predominan sobre sus vástagos en generación espontánea. No implica glosa directa de Stevenson, el tesoro es la representación al borde del mar. Un monumento fúnebre, tal vez.
Otro cuadro con título literario es La locura Almayer, 1951, (colección Pérez Simón), donde honra a Joseph Conrad. La representación, ¿se vincula a la preocupación lingüística del escritor polaco?... Conrad escribió siempre en inglés, en el cuadro al que aludo el torreón que se destaca bajo el cielo rojo echa al aire un torbellino enloquecido de raíces. Hay muchas voces en esa novela, la primera publicada por el escritor a finales del siglo XIX.
Unas piezas son, naturalmente, mejores que otras. El celebrado cuadro de la Menil (Houston) El gran estilo, se antoja concebido con la intención de reproducirse en cartel, pues eso es lo que parece. Delirio de grandeza, de 1962, de la misma colección, del que existe versión escultóricas en bronce, tiene cierta vis cómica, pues el desnudo femenino fragmentado se comporta como caja china.
Hay unas cuantas piezas que corresponden al momento en que optó por recrear técnicas de impresionistas, predominantemente de Renoir.
El subversivo Le viol (1945), versión rubia de la pieza que provocó shock cuando se exhibió en Bruselas, en 1934, está en esa situación que aquí resulta suavizada
pero no menos perturbante, lo mismo que Mujer botella o que la caballa
(no es yegua), El corazón del mundo, cuyo rostro de perfil es una fálica trompa de cerdo con cabellera ondulada y ojo azul visto de frente. Aquí el buscado y cuidado kitsch provoca shock.