onjuro teatro es un colectivo fundado hace diez años y que ya ha tenido éxitos como Trazos del viento acerca de los feminicidios de Ciudad Juárez, escenificación con la que recorrieron varios estados de la República y, sobre todo, Los niños de Morelia de Víctor Hugo Rascón Banda, bajo la dirección de Mauricio Jiménez en que, junto al colectivo español La Jarra Azul, tuvieron brillantes temporadas en México y España. Ahora, Dana Stella Aguilar, directora artística del grupo, presenta Desmontaje amoroso, fragmentos de un discurso escénico cuyo título recuerda a Roland Barthes, aunque nada tenga que ver con la obra del filósofo francés. Los cuatro actores de la escenificación (Alejandra Marín, Carolina Contreras, Héctor Hugo Peña y Julio Escartín) realizaron ejercicios de improvisación de recuerdos e ideas acerca del amor que fueron conformando, bajo la dirección de Dana Stella Aguilar, diversas escenas que lograron su entramado final con la dramaturgia de Elena Guiochíns.
La historia que se narra de atrás para adelante –lo que no es demasiado original– es una especie de rompecabezas con desdoblamientos de sueños, deseos y esperanzas de los personajes y otras piezas que pertenecen al mundo de la realidad. Amores, desamores y traiciones de los insulsos personajes no darían mucho de sí no fuera por escenas en que deseo y realidad se espejean de manera fragmentaria, que es en donde radica el interés del texto.
Ni los actores en sus ejercicios ni Guiochíns a pesar de su experiencia como dramaturga, dotan de verdadera humanidad a esos personajes, a pesar de que se muestra el alcoholismo de uno y el excesivo, casi caricaturesco, padecimiento de alergias de otro. Algunas escenas resultan muy largas dentro de la estructura general, como el descubrimiento del placer o repulsión del primer beso o la del coito prolongado de mil maneras, que desequilibran el montaje aunque sean de las más celebradas por el público juvenil que parece ser mayoría a juzgar por los que colmaron La Gruta el día que asistí y que no era de estreno.
Sobre este fenómeno me gustaría volver más adelante. La dirección escénica de Dana Stella Aguilar añade barroquismo a un texto de por sí barroco, lo que a mi entender es un error que emborrona el diseño del entramado dramatúrgico. No es necesario el muy alto banco, que hace juego con los otros dos de buen tamaño y el banco largo que sirve de mesa, usado en algunas ocasiones sin razón específica, antes bien en contraposición con el discurso escénico que en su momento es realista. El excesivo uso de los marcos vacíos, que en principio podrían remitir a fotos y recuerdos, hace que se pierda la intención original si es que esa era o si no se trata de un amaneramiento tan vacío como el sonar de las campanitas. En cambio, momentos humorísticos y subrayados irónicos están muy bien logrados por directora y actores y actrices. Éstos y éstas, si bien tienen buen entrenamiento corporal y buena voz para el canto, no logran incorporar las emociones de sus actantes, como en la escena de la maleta en que guardan recuerdos, pero en general, y a pesar de lo que se pueda encontrar fallido, se trata de un montaje muy cuidado cuya estructura llevó sin duda mucho tiempo. Lo complementan la iluminación de Édgar Armendáriz y el estilismo en el vestuario
, sea lo que quieran decir con eso en lugar de llamarlo diseño simplemente, de Rosa Rodríguez.
Muy aparte de que La Gruta es un espacio teatral muy reconocible para los espectadores jóvenes que acuden a él mayoritariamente, es de llamar la atención la respuesta entusiasta a este montaje –que a los mayores no nos parece tan extraordinario– que puede tener varias razones. Se me ocurren dos. Una, la empatía con un colectivo de teatristas también jóvenes, que les habla de cosas que les interesan, como el amor y el sexo, olvidadas otras cosas también importantes. Otra, que están deseosos de ver obras nuevas y diferentes aunque no se tengan los instrumentos para analizarlos, lo que siempre es satisfactorio porque se encuentran entre ser los espectadores de hoy y los de tiempos futuros.