annes, 13 de mayo. Para no variar mucho, Cannes inició con un blockbuster hollywoodense de estreno inmediato en todas las pantallas del mundo civilizado (sí, incluso México). Enésima versión de una leyenda llevada al cine desde la época muda, Robin Hood plantea el hipotético origen de las andanzas del héroe titular al margen de la ley. Nueva incursión de Ridley Scott en el género de la épica, por desgracia más semejante a Cruzada (2005) que a Gladiador (2000).
La vistosa película supone que Ricardo Corazón de León muere en el asedio a un castillo francés, su corona a ser devuelta a Inglaterra por Robin Longstride (Russell Crowe, con otro personaje rudo pero noble), al tiempo que sir Godfrey trama una traición a su pueblo con el rey de Francia. Aunque es un hombrecillo mezquino, según su propia mamá, Juan Sin Miedo aspira al trono a pesar de que la corona le queda literalmente grande. A todo esto, Robin forja una relación con Marian (Cate Blanchett), quien, lejos de ser doncella, es una viuda combativa en plan Juana de Arco. Robin Hood abre con una batalla espectacular y cierra con otra, pero en medio se estanca en una solemnidad discursiva. Resulta que el héroe no es sólo un atinado arquero, sino también un visionario político, sobre todo cuando le lee la cartilla (magna) al rey Juan sobre las ventajas de la democracia.
Visualmente intachable, este Robin Hood no se compara, sin embargo, con la imagen indeleble de Errol Flynn en ese clásico de las matinés infantiles de antaño, Las aventuras de Robin Hood (Michael Curtiz, 1938), o la de Sean Connery en la elegiaca Robin y Marian (Richard Lester, 1976). El resultado es tan frío e indiferente, que da la impresión que Scott lo dirigió por teléfono desde su casa. Ahora bien, no deja de parecer curioso que haya sido seleccionada para abrir Cannes una película donde los franceses son presentados como el enemigo.
Contra lo que pudiera pensar ese Robin Hood, las elecciones populares no garantizan la calidad del líder. Eso se prueba de manera fehaciente en el corrosivo documental Draquila –L’Italia che trema (Dráquila, la Italia que tiembla), ataque frontal al gobierno de Silvio Berlusconi, figura que hace ver como Mary Poppins a cualquier político corrupto nacional que se quiera evocar. Dirigida por la comediante satírica Sabina Guzzanti, la cinta expone el caso del terremoto que devastó el poblado de L’Aquila (el título es un compuesto entre Drácula y ese nombre) y luego fue aprovechado por el primer ministro para ganar popularidad con una estrategia populista y demagógica. La construcción al vapor de un conjunto de departamentos donde se relocalizaría a los 70 mil habitantes damnificados supuso una serie de corruptelas legales y administrativas avaladas por la directiva de protección civil.
Aunque Guzzanti admite la influencia de Michael Moore –una cualidad no necesariamente deseada–, la realizadora se abstiene de montar happenings chuscos u hostigar a sus entrevistados. No es un documental que se pretenda objetivo (imposible cuando desde el inicio afirma que Berlusconi es un pendejo, dueño de un lamentable sentido del humor
), sino una denuncia de cómo la población es manipulada y engañada con la complicidad de los medios de comunicación. Formalmente, Dráquila no es más sofisticado que un reportaje televisivo adornado por animaciones socarronas, pero es dudoso que la televisión italiana acepte difundirlo.
Este año las controversias en Cannes serán políticas. La exhibición del documental italiano fue mal vista por las autoridades italianas. Hoy, el realizador Rachid Bouchareb publicó una carta abierta en la que desea que su película Hors la loi (Fuera de la ley), sobre la historia de Argelia, sea proyectada en un espíritu de respeto mutuo y un ambiente pacífico
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