La bofetada de Macías
uchos la sintieron, nadie lo confesó, pero la pundonorosa, ejemplar actuación de Arturo Macías El Cejas el pasado martes en la Plaza de Las Ventas, al confirmar su alternativa ante una mansada aparatosa del hierro de Martelilla, sangre pura del Marqués de Domecq, eh, fue un golpe seco y sonoro a la mezquindad que hace años envuelve al medio taurino mexicano. En orden de responsabilidad, que no de importancia, estos son algunos cuya mejilla acabó enrojecida, y no precisamente de vergüenza:
Los empresarios, instalados hace décadas en una dependencia complacida en la importación tonta de tres o cuatro apellidos y una docena de nulidades como única oferta de atracción que nadie, ni siquiera la afición taurina con su rechazo, puede corregir, mientras la torería nacional sigue haciendo antesala. Los millones para algunos extranjeros, los miles para algunos nacionales, y casi todos contentos.
Los ganaderos, emocionados siempre que alguna de las figuras importadas decide lidiar uno de sus encierros, jovencito hasta la desvergüenza, con tal de fotografiarse con el famoso y, en un descuido, hasta dar la vuelta al ruedo en olor de apoteosis. Su colonizada actitud, lejos de dignificar el arte de criar reses bravas y darle grandeza a la fiesta de México ha contribuido a la comodidad descarada de los ases, tanto importados como nacionales, y al desprestigio de una tradición. Hay excepciones honrosas.
Los matadores, enfrascados en el chambismo y la desunión, aceptan el desmotivador papel de comparsas a que los ha reducido el duopolio taurino, en tanto los señoritos de luces vuelven a hacer la América el año siguiente, llevándose el oro de unos y las ilusiones de otros, convertidos en extranjeros en su propia tierra.
Crítica especializada, sobre todo en justificar toda medida o política, acertada o torpe, que adopten los barones del dinero taurino, pero con el suficiente cinismo para exigir a España reciprocidad, tras consentir en México la falta de relevos toreros, de promoción y estímulos oportunos.
Mexhincados y políticos, empeñados los primeros en afirmar que el arte es universal y que las figuras sólo pueden venir de España, y desentendidos los segundos de la importancia de la fiesta de toros, al grado de solapar las negligencias y abusos de quienes dicen arriesgar su dinero.
A estos y a otros, aunque no ya sean sus cuates, mostró Macías el espíritu de una raza, por más que algunos pretendan anularlo.