onocí a principios de 1985 a Joaquim Vital, en un restaurante portugués, cerca del Museo Beaubourg. Los días se alargaban en ese lejano mayo. Apenas un mes antes, Jacques Bellefroid me había presentado a la compañera de Vital: Colette Lambrichs. Dirigían las ediciones de La Différence, donde Bellefroid era publicado.
Una simpatía inmediata se estableció entre nosotros. Vital era portugués, Lambrichs belga. Nos unió, de entrada, ser extranjeros en París. El rostro de ella me hizo pensar en las madonas de la pintura del Renacimiento. El me recordaba a alguien, pero no conseguía precisar la identidad, ponerle un nombre a esa reminiscencia, a esa vaga imagen.
Proust describe en páginas magistrales cómo el narrador reconoce a Odette de Crecy, durante unas vacaciones en Normandía, en un profesor de natación. A lo largo de su obra, habla de estos parecidos inesperados que, a pesar de las diferencia de edad, sexo u otras, le revelan, gracias a una misteriosa alquimia, facetas ocultas de una persona, las cuales a veces ni ella misma conoce, pero preciosas cuando el interés y la curiosidad llevan a asomarse en el enigma que es el otro.
El azar puso bajo mis ojos un retrato de Gustavo Adolfo Bécquer: me recordó a alguien, sin lograr precisar a quién. La idea dio vueltas en mi cabeza varios días. De pronto, al ver a Joaquim durante una cena, los parecidos se volvieron evidentes. Simplemente, Vital era más espeso. Alto, fornido, pero la misma sonrisa, los mismos ojos chispeantes, la curva de las cejas, la boca, las manos finas. Y la pasión por la poesía, con un fondo romántico venido del siglo XIX y que él habría rechazado, tal vez con un manotazo en la mesa. Alguna vez le hablé de ese parecido. Me limité a hablar del físico, sin dejar de pensar en el otro. Pero, a pesar de su carácter tumultuoso, de su diaria guerra por el dinero para sostener a flote La Différence, de sus afanes de modernidad y cosmopolitismo, y de cierto cinismo afectado, su perfil de aventurero no podía esconder un espíritu profundamente romántico, un dejo fatalista con pinceladas de melancolía de Pessoa: No soy nada/ nunca seré ser nada/ no puedo querer ser nada/ aparte eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Vital tenía también algo de Balzac y de sus personajes. Pasión por la lectura, ambiciones de editor, vocación de escritor, gusto por la política, pretensiones de negocios, deseos de conquistar París cual un Rastignac, cuando, desde lo alto del cementerio Père-Lachaise, la desafía: Ahora, va entre nosotros dos, París.
Encarcelado por Salazar en 1964, a sus 16 años, se exilió en Bruselas en 1966, llegó a París en 1973 y fundó La Différence en 1976. La leyenda de Vital se iba formando en el medio literario parisiense: editor independiente en una época en que las editoriales quiebran o se venden a consorcios financieros. Vital tradujo autores portugueses que hizo conocer en Francia. Descubrió escritores franceses inéditos, ahora reconocidos por un gran público, como en el caso de Houellebecq. Recuperó a celebridades: Borges, Butor y Lowry entre otros.
Publicó espléndidos libros de arte de pintores: De Kooning, Bacon (prefacio de Gilles Deleuze), Botero. Mis escritos, mi plática, despertaron su interés en México: editó a Juan Vicente Melo, a José Agustín y a José Emilio Pacheco (gracias a Bellefroid). Publicó también una antología, Cent ans de Littérature Mexicaine, reunida por Ollé-Laprune, donde presenta a 83 escritores, la mayoría traducidos por vez primera al francés. De él mismo publicó un libro de poemas y dos de relatos, marchas fúnebres y premonitorias. De Adieu à quelques personnages, dijo haber deseado incluir retratos de amigos aún vivos, pero no lo haría, pues se trataba de adioses.
El viernes 7, Joaquim Vital cayó sin vida de súbito en un café de Lisboa. Alguna vez me dijo que moriría a los 63 años. No pudo parar de correr: se adelantó dos años a la cita anunciada con su muerte.