as campañas electorales podían servir de algo más que de disputa del poder, sin importar los medios, si al menos hubiera un marco exigible que las regulara mejor. Como aún no lo hay, partidos políticos y candidatos pueden hacer de ellas lo que les viene en gana y de manera impune.
En las presidenciales de 2006, los partidos y sus candidatos ni siquiera se tomaron el trabajo de conocer el país que pisaban. ¿Cuál era, es y lo será con mayor fuerza en el futuro la realidad más ingente a la cual se enfrentan los mexicanos? Hasta hace no mucho sólo en círculos académicos se la discutía: la metropolización del país.
El desalojo de las áreas rurales en virtud de la contrarreforma agraria de Salinas, las crisis subsecuentes que hemos padecido y el fracaso de los intentos de descentralización han traído por consecuencia el crecimiento desbordado de las ciudades y la maraña de problemas que éstas enfrentan. El de más difícil solución es el de la voluntad política en aquellas zonas donde más de dos municipios comparten una extensa e intensa vida urbana. Pareciera que los 2 mil 441 municipios del país conforman un archipiélago donde lo único que vale para la autoridad de las tribus (los municipios) y de las islas (los gobiernos estatales) es aquello que encierra su perímetro geográfico.
La realidad contraría esa percepción. En 2005, el Inegi registró 56 áreas metropolitanas en el país. En ellas se concentraba un porcentaje similar de la población total, 79 por ciento de la población urbana y 75 por ciento del PIB. No hay que esperar el censo de 2010 para saber que esa realidad se ha acentuado.
El Congreso de la Unión instaló hace unos días una Mesa Interparlamentaria sobre el Marco Jurídico Metropolitano. Los diputados y senadores que participaron en este foro hicieron valiosos señalamientos sobre el tema. Lo ubicaron dentro de la reforma del Estado (también intocada en las campañas de 2006), señalaron la necesidad de crear estructuras al lado
del municipio y del gobierno estatal para conocer y resolver los problemas comunes de las zonas metropolitanas (tratamiento de los recursos naturales y de los residuos, uso del suelo, servicios públicos, inseguridad, desastres, entre otros). El propósito de este primer paso interparlamentario, que debe ser evaluado positivamente, sería crear una ley de desarrollo metropolitano. “No podemos seguir gobernando con esta macrocefalia…”, dijo Azucena Olivares, presidenta municipal de Naucalpan.
Desde ahora hay que decir que una ley de esa naturaleza encontrará múltiples obstáculos de orden político y jurídico. Para que sus alcances tuvieran un carácter federal, lo primero que deberá reformarse será el artículo 115 de la Constitución. Habrá que abandonar el concepto decimonónico de municipio libre, que en la práctica sólo le dio un tinte de libertad al municipio con las reformas constitucionales de 1883 y 1999, para cambiarla por la categoría de municipio autónomo. En los hechos, así como no ha existido el municipio libre, tampoco ha existido el referente de la categoría llamada estado libre y soberano. Hemos vivido casi 200 años de federalismo literario; es tiempo de pasar a un federalismo practicable.
La reforma de 1999 le otorgó al municipio la condición de orden de gobierno. Sin embargo, con algunas excepciones, aún se lo sigue asumiendo como una unidad administrativa determinada por el gobierno estatal y, en numerosos casos, como una entidad anterior a la Constitución de 1917, donde adquirió por primera vez rango constitucional. Por el contrario, algunas de las atribuciones que le fueron otorgadas con la reforma de 1999 han sido objeto de uso irresponsable, sobre todo en lo relativo a la administración de bienes nacionales en zonas que comprenden más de un municipio.
Entre las grandes zonas metropolitanas del país, ilustro el tema con el área metropolitana de Monterrey. Los nueve municipios que la integran concentran el 90 por ciento de los habitantes (en total somos 4 millones 200 mil) y un porcentaje similar de los recursos materiales de Nuevo León. En su periferia se agrupan siete municipios más. Estos 16 municipios representan casi la tercera parte de los 51 municipios del estado.
Por la ausencia de una organización política y administrativa adecuada, esa acromegalia no puede resolver muchos de los problemas comunes a los municipios metropolitanos y su periferia. Si a éstos algo les resulta prescindible eso es sus planes municipales de desarrollo, con la agravante de no existir una estructura jurídico-administrativa que permita corregir aquellas decisiones tomadas en un ayuntamiento cuyos efectos dañen a otro u otros. Y no existe una inercia de colaboración intermunicipal que pueda atenuarlas.
El gobierno estatal de Nuevo León, cuando no se ve implicado en decisiones contrarias a la comunidad metropolitana, se muestra incapaz de revertirlas. A final de cuentas, en un estado donde su área metropolitana casi lo suple en su totalidad (fuera de Monterrey todo es Nuevo León), el gobierno estatal no provee suficiente ni eficazmente esa estructura metropolitana en la que se supone trabajará la Mesa Interparlamentaria para todo el país.
Valdría la pena, como lo ha planteado el Centro de Estudios Parlamentarios de la UANL a la Red de Investigadores en Gobiernos Locales (IGLOM), el Departamento de Administración de la UAM, el Programa Universitario de Estudios de Ciudades de la UNAM y otras instituciones similares, impulsar un encujentro sobre las zonas metropolitanas de América. Con la Mesa Interparlamentaria podría fortalecerse esa posibilidad. Igual que para conocer la propia lengua es importante conocer lenguas ajenas –como lo veía Göethe–, el conocimiento de cómo se han solucionado problemas metropolitanos en otras latitudes sería una buena experiencia para intentar hacer lo propio con los nuestros.