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El último suspiro del Conquistador / XL

S

ólo con ver a Juan Riestra y a Rufino entrar a la comisaría, el comandante supo que debía darles un trato diferenciado. Con un gesto de la mano, hizo seña al primero para que tomara asiento en una de las sillas frente a su escritorio, sobre el cual el agente responsable de la captura de ambos había colocado los documentos que les decomisó en la habitación del hotel.

–Ay, ay, ay, señor –dijo, con un gesto de abatimiento que quería combinar la reprobación y la simpatía. Mire nada más en qué problema se ha metido.

–Pues arreglémoslo –respondió Riestra a regañadientes, y luego, sin molestarse en disfrazar la propuesta, agregó:

–Usted dígame cuánto.

El comandante negó con la cabeza, sonrió, y luego dirigiéndose a sus subordinados, les ordenó:

–A ver, llévense al muchacho a que le tomen declaración.

Riestra sintió temor por lo que podrían hacerle a su amante y se revolvió en la silla con inquietud, pero no quiso pedir nada. El mismo policía que los había capturado enganchó a Rufino por el borde trasero del pantalón y lo sacó del recinto, acompañado por los otros uniformados.

Cuando se quedó a solas con Riestra, el jefe policial suspiró hondo y se quedó un rato en silencio con la mirada clavada en el techo. Quería hacer sentir su poder sobre el empresario, y éste se dio cuenta. Se sentía humillado, furioso y reducido a la impotencia.

–Así pasa, mi señor. Usted ha de ser un hombre casado, con familia. A veces, por una pendejada, destruimos nuestra vida.

–Dígame cuánto quiere –replicó Riestra con un hilo de voz pastosa.

–Mire, señor... –el jefe policial revisó con rapidez los documentos sobre su escritorio y halló el dato que quería– … señor Riestra: usted se ve una persona respetable; ha de ser usted licenciado, o comerciante, o contador... o empresario transportista, ¿verdad? Y de repente, ¡cuas!, todo su entorno social, su señora, sus hijos de usted, sus clientes, sus socios, sus amigos, su señora madre, digo, con todo respeto, se enteran de que anda usted cogiendo con chavitos... ¿Cuánto vale su imagen, señor Riestra, cuánto vale mantener su vida tal y como la ha llevado hasta ahora...?

Riestra aguantó aquel sermón repugnante y amenazador sin responder nada y sin apurar nada, porque supuso que el funcionario público estaba haciendo sus propios cálculos para una extorsión de veras astronómica. Cuando fijara el monto, vendría su turno de regatear. El comandante prosiguió:

–Podría yo pedirle... ¿trescientos mil? ¿Un millón? ¿Un millón por cada una de las fotos en las que salen usted y el chavito chaqueteándose el uno al otro? ¿La mitad de su patrimonio? ¿Cuánto vale usted, señor Riestra?

Riestra no soportó más aquel ejercicio de degradación.

–Le doy quinientos mil –dijo con rapidez, esperando a que su interlocutor pidiera el doble. Pero el comandante no respondió. Haciéndose el ofendido le dijo:

–Qué pasó, señor Riestra. Cómo cree usted que le voy a aceptar dinero. Yo lo que quiero es que me haga un pequeño favorcito que no le va a costar nada.

El empresario desconfió pero se sintió intrigado. Miró fijamente a su interlocutor, a la espera de la precisión.

–La chamba de la autoridad es canija, señor Riestra, y a veces tenemos que actuar con discreción. Mire, hoy en la mañana, usted corrió a tres de sus operarios porque nos estaban moviendo, a espaldas de usted, un... pues un material de trabajo...

–¡La caja con granadas! –exclamó Riestra, comprendiendo de golpe la razón de su captura. Cayó entonces en la cuenta de que su captura estaba relacionada con aquel incidente y encaró al oficial:

–Es increíble. Ustedes estaban usando mi camión para transportar armas. ¿Qué, no tienen una manera legal de hacerlo?

Foto

El policía se incorporó con rapidez y su tono de voz se elevó y se volvió ríspido:

–Mire, Riestra, usted no es quién para decirme a mí lo que es legal y lo que no, y además, está metido en un santo pedo. Así que decida: o se calla el hocico y hace como que no se entera de esos materiales que tenemos que mover en sus camiones, y deja de molestar a sus trabajadores que cooperan con nosotros, o mañana su esposa, la directora de la escuela donde van sus hijos, y su chingada madre, van a estar recibiendo las fotos de sus puterías.

* * *

En algunos agujeros de la eternidad, la bruma de la nada se disipaba y él observaba con arrobamiento la esplendente Tenochtitlan, con las siluetas de sus templos reflejadas en el lago, tal y como la observó desde la axila que compartían dos grandes volcanes. Y volvía la niebla, y entre sus jirones miraba las escenas de violencia y muerte correspondientes a los largos meses que duró el asedio de la urbe: casas desgranadas, incendios, charcos de sangre y vómito, cuerpos hinchándose bajo el sol, mujeres agonizantes que imploraban la muerte en una lengua que él nunca consiguió dominar, aunque hubiese logrado dominar a sus hablantes. Contemplar y recordar la derrota de los enemigos, pensó, era el castigo eterno de los vencedores, por más que éstos hubiesen prorrumpido en gritos de júbilo y hubiesen organizado parrandas tras la caída de la ciudad. No tenía otro concepto para digerir aquellos ¿recuerdos? ¿evocaciones? ¿imágenes?, y en el pesado paso de las edades se le fue haciendo presente la idea de que había sido condenado al infierno y que permanecería allí para siempre. Pero una vez...

* * *

En el Zócalo, además del campamento de los electricistas que hacían huelga de hambre en demanda de reinstalación, se habían plantado los maestros disidentes, exasperados por la corrupción y la cerrazón que imperaba en su sindicato, y los indígenas de San Juan Copala, agraviados por tres asesinatos recientes y por el cerco que contra su pueblo mantenía un grupo de paramilitares priístas.

–Puta madre –se dijo Sánchez Lora–. Este gobierno está haciendo exactamente lo opuesto a gobernar.

Tras observar a aquellos centenares de ciudadanos que pedían un sitio en la patria, y quienes de seguro representaban a muchos cientos de miles más, Sánchez Lora pasó otra semana de severa depresión, encerrado en su departamento, pero hasta allí le llegaban noticias que le trastornaban el sentido de realidad. Para los mexicanos mayores de cuarenta, el nombre de Cananea era una referencia histórica casi sagrada: en esa localidad minera del noroeste habían surgido las primeras luchas obreras del país, allí se había escuchado por primera vez en el suelo patrio la demanda de ocho horas de trabajo, y allí el porfiriato había rendido la soberanía nacional a la soldadesca gringa, que asesinó a decenas de mineros en huelga para preservar los intereses de los amos de la explotación. Incluso los ciudadanos más jóvenes sabían que las cabezas de Hidalgo, de Aldama, de Allende y de Jiménez, habían sido expuestas al escarnio de la mirada pública, puestas en jaulas de hierro y colgadas en las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas. Y ahora el gobernante en turno ordenaba a la policía cargar contra los mineros de Cananea. Y ahora escarbaba para sacar los cráneos de los padres de la patria, y volvía a ponerlos en exhibición.

“Tengo que salir, tengo que hacer algo –pensó– . Si no, el fin de este país me va a agarrar encerrado en mi casa.”

Entonces decidió que debía buscar a aquella tal Jacinta Dionez y sacarle la sopa acerca de la muerte de Rufino Vázquez Morgado.

(Continuará)