a muerte brutal de uno de los músicos más prometedores de la escena sonora contemporánea en México es inaceptable. Hoy, cuando el país necesita más que nunca de inteligencias capaces de cambiar el rumbo fatal al que parece estar condenado, la violencia perversa que camina impune por las calles de nuestras ciudades ha cobrado una nueva víctima. Esta vez en la ciudad de Tijuana, Baja California, la víctima fue el violista Omar Hernández-Hidalgo.
Cómo aceptar que un joven músico de apenas 39 años, entregado a su arte con la pasión de un creador que buscaba en la música un camino de superación hacia lo inimaginable, “de cosas (…) que no existen en los textos”, que había elegido el camino de la superación, de la transformación, del cambio, para hacer su música lo mejor posible
(Entrevista a Omar Hernández-Hidalgo, L’Orfeo, www.lorfeo.org/2aEd/6a/Portada/port.html); cómo aceptar que la vida de este joven visionario, que sus pasiones, sus deseos excelsos de perfección y equilibrio a través del arte, acaben de golpe aplastados, ultrajados, arrebatados por las manos invisibles y no por eso menos reales y cruentas de la violencia que se adueña de nuestros sueños personales y colectivos.
Hoy lloramos la muerte de Omar, igual que lo hacemos por las mujeres asesinadas de Ciudad Juárez, los miles de migrantes que terminan sus vidas sacrificados en su periplo hacia el otro lado
, y la de tantos otros seres humanos reducidos a un número frío en las crónicas rojas de la prensa diaria.
La muerte de Omar, igual que las otras muertes, es el reflejo cruel de la condición de vulnerabilidad extrema en la que viven los habitantes de las ciudades fronterizas del norte, aunque como sabemos bien la línea del terror se ha movido hacia el sur y en todas las otras direcciones del país.
Omar era también un migrante, un músico migrante que había dejado la ciudad de México y tal vez mejores oportunidades, para radicarse en una ciudad en la que el arte es una condición indispensable para sobrevivir, para soportar la aspereza de la vida cotidiana. Pero él era un luchador, y seguramente pensó poder lidiar con esa realidad.
Sin conocer las razones más íntimas de su movilidad, uno puede preguntarse qué es lo que pudo atraer a Tijuana a un artista como él.
La vida de un músico de concierto no es fácil en México y lo es menos en una ciudad en la que el arte lucha a contracorriente con un mercado volcado al consumo barato de la música grupera. Los pocos músicos de orquesta sobreviven al día, complementando sus ingresos con toda suerte de actividades, desde la docencia por horas mal pagadas hasta los huesos de fin de semana.
Peor es aún la condición de los que no tienen un empleo permanente o semipermanente y ninguna forma de seguridad social. Por eso es de admirar a los músicos como Omar, que han hecho de su vida una lucha por la superación en un medio laboral precario y de instituciones culturales y de enseñanza que no tienen la capacidad para modificar el deterioro social local y regional.
La lucha de Omar, como la de otros músicos de concierto que se la juegan en esta frontera, fue la de un hombre decidido a vencer lo que es casi imposible en un medio como el de Tijuana. Omar se propuso ser un músico de primer nivel
e ir hacia enfrente
con su instrumento a cuestas.
Lo hacía innovando a diario en el aula con sus alumnos, pero también incorporando a su trabajo en la frontera las nuevas ideas que traía de los foros de música del mundo y del país de los que era un asistente asiduo.
Los artistas como él son la reserva más rica de energía creativa, de imaginación, de espontaneidad, que puede tener una sociedad. Cuando esta reserva es dilapidada, vulnerada, aniquilada, estamos en el inicio de la descomposición y la muerte de esta sociedad que no sabe cuidar sus recursos más preciados.
La pérdida irreparable de Omar debe hacernos reflexionar sobre el futuro de nuestro país, y aunque las nubes de la fatalidad inunden nuestra visión cercana, deberemos luchar por mantener en pie sus principios y sus convicciones de transformación profunda del ser humano.
Unámonos a la música y a los músicos que hoy siguen en pie de lucha en Tijuana, arriesgando su vida para transformar y alegrar los espíritus de una ciudad que merece un mejor futuro.
* Socióloga, profesora e investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa