Perfecciones de Michoacán
sí calificó el ilustre Vasco de Quiroga a los Cristos que hacían los indígenas michoacanos con pasta de caña de maíz. La técnica la habían utilizado los purépechas para representar figuras de sus dioses que llevaban con ellos a las batallas. Algún fraile vio la posibilidad de adaptarla a la escultura cristiana y orientó a los talentosos artífices para que realizaran esos Cristos prodigiosos, que por su ligereza eran –y son– ideales para las procesiones.
A lo largo de los tres siglos del virreinato, el procedimiento se difundió a otros lugares del centro del país, entre otros Xochimilco, desde donde se distribuían al resto de México, llegando a España y, posiblemente, a otros lugares de América.
Los Cristos y algunas figuras de vírgenes y santos se destinaban al culto, generalmente en iglesias, conventos y otros recintos religiosos, donde todavía continúan en uso. Por su belleza y originalidad, hoy también forman parte de colecciones particulares y de museos. Las piezas más comunes son las de Cristo en los distintos momentos de la Pasión, sobre todo la crucifixión. Se suele acentuar el dramatismo de los Cristos barrocos, reforzando la imagen doliente: se muestran sangrantes, con las heridas de un gran realismo.
Son tan livianas debido a su construcción: un armazón de varas cubierto de pasta, con huecos en el interior. El armazón se hacía con tubos de papel o trozos de maderas ligeras, como el colorín o el pino. La pasta se hacía con la pulpa de la caña aglutinada con un adhesivo, que solía ser sacado de una orquídea, y con ella se modelaban los rasgos de la figura.
El antiguo convento de Churubusco, impresionante construcción que habitaron los dieguinos desde el siglo XVII y que actualmente aloja al Museo Nacional de las Intervenciones, que dirige Enriqueta Cabrera, acaba de presentar al público su soberbio Cristo de Churubusco. La escultura, de 2.07 metros de altura, fue elaborada en el siglo XVI con pasta de caña y no pesa más de siete kilos.
Fané y descangallada
por el paso del tiempo y algunas restauraciones poco afortunadas, pasó a manos del experto restaurador del INAH Juan Pineda Santillán, quien le devolvió su exquisita belleza, respetando la pátina tenuemente dorada que le ha dado su larga vida.
Destaca la precisión anatómica de la cabeza y el cuerpo, que hablan de la maestría del artesano. El trabajo de los músculos de los brazos, piernas y abdomen, muestran el dominio indígena sobre la representación del cuerpo humano.
El sincretismo cultural está presente en toda la escultura, ya que a la notoria mano india, se suma la influencia de la técnica y la mano europea, muy evidente en la finura y realismo de los rasgos faciales. Durante la restauración se descubrieron en el interior, pequeños fragmentos de códices. Seguramente una forma de preservar sus creencias indígenas, introduciendolas en la imagen religiosa española.
Las esculturas en caña de maíz constituyen un patrimonio único de México, que reflejan el proceso de evangelización y el mestizaje artístico, religioso y tecnológico que tuvo lugar entre europeos e indígenas. Muchas de ellas son elementos fundamentales de identidad y cohesión social en las comunidades y se continúan utilizando en el culto y las procesiones.
Al ser la mayoría obras de arte de gran belleza y originalidad, son codiciadas por coleccionistas y frecuentemente son objeto de hurto, con lo cual se pierden testimonios históricos y valiosas tradiciones para una población. Es un delito que debe ser severamente penalizado.
Sin más vámonos al comelitón de rigor. Con este calor se antoja un lugar abierto, así que les propongo el Bistro Mosaico, de San Ángel, situado en avenida de la Paz 14. Ocupa una hermosa casona con un amplio patio, en donde se puede refrescar con un campari con soda y mucho hielo. Todos los días tienen sugerencias de la cocina francesa, especialidad del lugar.