Opinión
Ver día anteriorDomingo 13 de junio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Noam Chomsky en París
C

on motivo de la visita a Francia de Noam Chomsky, invitado a dar una corta serie de conferencias, se rindió homenaje al más grande pensador actual, según se anunció. Visita notable, cuando se sabe que no venía desde hace un cuarto de siglo.

Es interesante preguntarse qué puede significar rendir homenaje, escuchar. O no escuchar. El maestro de la lingüística generativa fue recibido en el Colegio de Francia y en universidades donde expuso los principios de su especialidad. Se le esperaba también en el terreno político.

Sus análisis, concernientes al curso del mundo contemporáneo, los cuales desarrolla en un estilo que le es propio, tanto más radicales cuando ofrece el rostro más sonriente al exponerlos, eran deseados con el raro temor que suscita el iconoclasta, el pensador capaz de las más atrevidas audacias.

Una extraña sensación de apodera del auditorio cuando quien habla, siempre sonriente, se expresa con el travieso placer de perturbar a quienes lo escuchan y de echar al suelo sus idées reçues (ideas recibidas). Chomsky es estadunidense, no hay duda alguna, luego, no cesa de denunciar las exacciones de su país, Estados Unidos.

Chomsky es judío, es un hecho, luego, no tiene palabras bastante severas para calificar las decisiones estratégicas, políticas y militares del Estado de Israel.

Quien habla así, no se hace sólo amigos. Pero no parece que tal sea la principal inquietud de Chomsky. Sabe desde hace buen tiempo que una parte de la intelligentsia francesa y parisiense no lo quiere. Él tampoco. Podría recuperar la canción de Serge Gainsbourg: “Je t’aime. Moi, non plus” (Yo te amo. Yo, tampoco). Ser querido, recibir honores, no tiene importancia. Lo que importa es no mentir. Al menos cuando se pretende ser intelectual, investigador, filósofo o pensador. La cuestión no es sólo moral: está directamente ligada a la preocupación de conservarse fiel al rigor de los métodos racionales y científicos. Un crimen es un crimen, y no deja de ser un crimen lo haya cometido un extranjero o un natural del propio país.

Cuando habla de esta manera, Chomsky perturba. El sacrosanto principio del patriotismo nacional, según el cual se prohíbe condenar al país natal, la patria, como debe abstenerse de criticar a la madre, es un principio que parece obsoleto. Paradójicamente, vivimos una época en que los furores nacionalistas renacen, más fanáticos unos que otros, dispuestos al combate en todo el mundo.

Este sabio lingüista, quien habla a sus 80 años como hablaba a los 10, edad de su primer texto en contra de las tropas de Franco en España, ¿no seguiría siendo un soñador, un utopista retardado? A veces debe pensarlo él mismo. Sonriente: qué importa si sueño en un mundo donde se mata; mi oficio no es alentar a los asesinos, sino señalar el crimen que cometen.

Un incidente revelador del clima de libertad en Francia se produjo hace algunos años cuando Chomsky aceptó firmar una petición que reclamaba el derecho de expresión de un cierto Faurisson, conocido por sus escritos revisionistas sobre la historia de la Segunda Guerra Mundial.

Chomsky no compartía para nada el punto de vista ni las ideas de Faurisson, pero no veía la utilidad de prohibirle expresarlas y llevarlo ante la justicia.

No pueden imponerse límites a la libertad de expresión. Las peores imbecilidades pueden ser dichas sin deber castigarlas. Es el mejor medio de olvidarlas pronto. Es, sobre todo, el acto de confianza acordado al poder de la razón, sin el cual ninguna sociedad racional puede pretender sobrevivir.

Chomsky recordó al respecto el Siglo de las Luces –y a Voltaire, quien no dudó en afirmar que estaría dispuesto a arriesgar su vida para permitir a alguien expresar ideas que le repugnaban. Y, de paso, esta defensa de la libertad de expresión permitió a Chomsky dar una lección a las buenas conciencias de la intelligentsia parisiense y mostrarles que se hallaba más próximo del espíritu de Voltaire que ellos.