a discusión del dictamen sobre el caso de la guardería ABC presentado por el ministro Arturo Zaldívar dejará huella en la conciencia jurídica y moral –si es pertinente usar tales términos– de la sociedad mexicana, cualesquiera sean, al final, las conclusiones del pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Por lo pronto, cuando aún falta un buen trecho para agotar todos los temas, la ponencia ya ha sido rechazada en un capítulo fundamental: el máximo tribunal sólo confirmará si en la tragedia de Hermosillo se violaron las garantías individuales de las víctimas, pero adelanta que no se atribuirán responsabilidades a los funcionarios mencionados en la investigación. Con ello, el tema de fondo de la argumentación de Zaldívar, el binomio impunidad/responsabilidad incluido en su alegato innovador sobre la facultad de investigación derivada del artículo 97 constitucional, quedará subsumido (y anulado) en un ejercicio jurídico semejante al de otros casos donde la Suprema Corte investigó graves violaciones a los derechos humanos (Oaxaca), sin consecuencias ulteriores para los funcionarios públicos involucrados en los hechos. Es verdad que el pleno de la Corte no puede imponer sanciones penales o administrativas, pero la facilidad con que se hizo a un lado la mera posibilidad de interpretar la facultad de investigación (y por tanto a la Corte misma) como una pieza indispensable para la mayor eficacia del sistema de protección de los derechos humanos establecido constitucionalmente nos revela, al menos para quienes sin ser abogados observamos los trabajos del pleno, que la Corte no dispone de los reflejos, la energía y la vitalidad que al día de hoy le permitirían sintonizar con un país que sólo puede reproducir el sistema democrático si está dispuesto a realizar cambios sustantivos en los poderes del Estado.
Sin embargo, el dictamen tiene un valor intrínseco, pues más allá de los detalles terribles de la investigación de la tragedia, en él se presenta una suerte de radiografía de la situación en que se hallan las administraciones públicas encargadas de los derechos sociales. Allí están reflejadas la cuarteaduras, las grietas que debilitan el estado de derecho y las instituciones, la confusión y el desorden reinantes en las políticas públicas, las omisiones que actúan como precursores de las violaciones a las garantías individuales, pero también se pone de relieve, como bien lo ha señalado Jesús Silva Herzog, hasta qué punto la irresponsabilidad está instituida
como fuente inagotable de esa lacra llamada impunidad que multiplica al infinito la desconfianza ciudadana en la autoridad.
El dictamen de Zaldívar tiene el mérito de no refugiarse en los formulismos para comenzar a resolver el problema que afecta al Estado como tal: frente al fracaso de los instrumentos ordinarios de la justicia (y ese es el problema toral que se queda sin respuesta) para atender situaciones como la de la guardería, el ministro propone redefinir el papel del máximo tribunal para, sin quebrantar la Constitución, darle a sus resoluciones en la materia la fuerza política y moral que en un régimen democrático proviene con toda legitimidad del órgano encargado de velar por la Constitución y sus valores.
Como era previsible, contra la opinión de Zaldívar se alzaron de inmediato las voces de la mayoría, acusando al ponente de proponer la creación de un tribunal de conciencia, cuando, como señaló el ministro Silva Meza, quien junto con Olga Sánchez argumentó a favor del dictamen, la facultad investigadora debe verse como un mecanismo notable y puro de control político constitucional, de control de responsabilidades constitucionales derivadas de violaciones graves de garantías individuales
. En ese sentido, ¡cuánto favorecería a los sujetos de las políticas sociales saber que las omisiones de la autoridad en la aplicación legal de las políticas públicas también podrían considerarse como el punto de partida para fijar responsabilidades en situaciones que implican violación a los derechos humanos! Pero no ha sido posible, por ahora. Lo que ya no parece lógico es el desprecio de algunos ministros por la dimensión ética o moral de sus resoluciones, como recordó Silva Meza, pues si bien negar la autoridad moral de la Suprema Corte en relación con su papel como intérprete de la Constitución es un contrasentido, si la ultima autoridad moral de decir lo que dice la Constitución no está en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, entonces en quién está
.
Pienso que la exhibición de la responsabilidad –y ésta debe probarse con argumentos legales– de un funcionario no significa pasar un juicio sobre sus valores morales, pero sí implica, ciertamente, la reprobación pública de aquella conducta que, bien por acción o bien por omisión del cumplimiento de la ley, tiene un efecto negativo sobre los hechos investigados. En condiciones de normalidad democrática, se esperaría antes que nada la renuncia de los funcionarios involucrados, así fuera para facilitar las averiguaciones, pero en México esa actitud sería una afrenta a la lógica del poder prevalenciente gracias, en parte, a las grandes lagunas del estado de derecho y su operación concreta. Que la Corte sólo pueda dictar una resolución moral no es lo que en última instancia define el interés del planteamiento del ministro Zaldívar. Pero cuando las demás instancias jurisdiccionales deciden no sancionar a los funcionarios, ya sería un alivio que el máximo tribunal aceptara, al menos, documentar la impunidad y señalar sin ambages a los responsables. Por eso resultan preocupantes las opiniones que subestiman, cuando no desprecian, las sanciones morales
porque, según esto, con ellas se exime a los presuntos responsables de un juicio en forma que en la vida real no llegará nunca. ¿Tomará cartas el Legislativo para hacer las reformas que cierren de una vez las puertas a la impunidad?