La Jornada viajó a la capital sueca para documentar la entrega del Nobel al escritor
Injusticia, iniquidad, ignorancia y miseria crecen, expresó el galardonado a este diario
Ir a Marte parece más fácil que ir al prójimo
, afirmaba el autor nacido en Azinhaga, Portugal
Sábado 19 de junio de 2010, p. 8
Al recibir el Premio Nobel de Literatura, la noche del 10 de diciembre de 1998 en Estocolmo el maestro José Saramago enuncia en sonoro, cadencioso portugués: no serán los gobiernos, sino la sociedad civil, la voz vehemente de los ciudadanos, la de cada uno de nosotros, si nos hacemos cargo de nuestras responsabilidades, lo que puede hacer este mundo un poquito mejor
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Es uno de los momentos más importantes de su vida. Así lo dice a La Jornada, que viajó con él hasta la capital sueca para documentar el acontecimiento.
Es evidente que en este medio siglo los gobiernos no han hecho lo que moralmente les correspondería, pues la injusticia se multiplica, la iniquidad empeora, la ignorancia crece, la miseria se expande. Es una sociedad esquizofrénica que tiene la capacidad de enviar instrumentos a otro planeta para estudiar la composición de sus rocas, pero permanece indiferente ante la muerte por hambre de millones de personas. Ir a Marte parece más fácil que ir al prójimo
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El ambiente es de solemnidad. Mil 800 invitaciones disputadas por reyes, príncipes, embajadores, jeques, emires, princesas vestidas como en las películas, o en los cuentos de hadas, rajás, ministros. Es la noche del pedigrí, los señores de bombín, diamantes pendiendo entre los sellos de ellas, condecoraciones militares colgando sobre los pechos de ellos, cónsules honorarios, altopudientes, funcionarios varios. Ah, y personas normales también.
La bella Konserthuset, la Sala de Conciertos de Estocolmo, luce pendones y los tradicionales 8 mil 500 claveles en tonos naranja, mil 300 gladiolos, mil azucenas-lilies y otros centenares de flores también naranja y otras amarillas, traídas, como cada 10 de diciembre desde 1901, desde San Remo, Italia.
Pero entre todas ellas una es la más bella: una flor roja, un clavel sostenido en la mano izquierda por Pilar del Río mientras con la derecha enarbola un bello abanico andaluz. Sonríe, exultante, en la sexta fila. Sólo ella y su marido, el laureado principal, sabían del significado profundo de un clavel rojo, un abanico y una sonrisa que suena unísona entre los labios de ambos e ilumina la noche entera. La mirada de ella encuentra la de él, que está sentado junto al rey de Suecia.
Por la noche, durante la cena oficial, los enamorados se comunican así: mientras la reina de Suecia, que habla perfecto español, intercambia con ellos los asombros de la cultura latinoamericana, española y europea, suena el trinar de las copas de champán a la hora del brindis y a una señal todos se levantan para la hora de la danza, el tradicional, egregio vals como coronación del ritual.
Como desaparecen enmedio de ujieres, guardias reales y guardaespaldas de civil, una reportera sueca rescata al enviado de La Jornada. De la mano lo lleva, en una logística reporteril impecable –guiña los ojos a los guardias, les dice guapos, les soba con el dedo índice la barbilla, besa sus mejillas– hasta el mismísimo Salón Real donde en exclusiva baila el rey con la reina y el laureado con su mujer, su cómplice, su todo.
Por encima del giro del vals se escucha un sonido apenas perceptible: el leve rozar del olán del vestido de Pilar del Río, acompasado con el nítido pero calmo un dos tres un dos tres de las suelas de los zapatos alzados del suelo por el premio Nobel. Y entre los muchos destellos que brillan en el fastuoso salón, algo más imponente y noble se eleva como un aroma exquisito, sublime: sobre el olán de su vestido Pilar ha bordado una frase de la novela El evangelio según Jesucristo: Miraré tu sombra si no quieres que te mire a ti. Quiero estar donde esté mi sombra, si es allí donde están tus ojos
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La jornada anterior, la voz de Teresa Salgueiro, la música de Madredeus de su disco O Paraiso, es preámbulo a una larga, interminable ovación de pie a la entrada del novelista, que responde con abrazos y besos conmovidos volando en el aire con la misma suavidad de caricias con las que afuera flotan también, interminables y calmas, minúsculas por grandiosas plumas de nieve sobre las calles de Estocolmo.
En su discurso de aceptación del premio Nobel, ante varios centenares de personas y durante una hora y media, narró en portugués su vida entera. Se preguntó y respondió a interrogantes básicas como esta: ¿Por qué escribo como escribo?
Inició así: el hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos y eran analfabetos uno y otro
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El relato mantuvo en vilo, en estado de ensoñación, a los circunstantes. Lágrimas perlaban nuestros rostros: “Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podía significar que, estando sentada en una noche ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, hubiese dicho estas palabras: ‘El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir’. No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver”.